PRIMERA LECTURA
LECTURA DEL
LIBRO DEL ECLESIÁSTICO 35, 12-14. 16-19ª El Señor es juez, y para
él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas
en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la
súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento. Quien
sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La
oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su
destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les
hace justicia. El Señor no tardará.
Palabra de Dios.
Salmo
Sal 33,2-3.17-18.19.23
R/. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca,
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.R/.
El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R/.
El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él.R/.
SEGUNDA LECTURA
LECTURA DE LA SEGUNDA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A
TIMOTEO (4, 6-8. 16-18) Querido hermano: Yo
estoy a punto de ser derramado en liberación y el momento de mi partida es
inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado
la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor,
juez justo, me dará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que
hayan aguardado con amor su manifestación. En mi primera defensa, nadie estuvo
a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta! Mas el
Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara
plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca
del león.El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su
reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí
mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un
publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
"¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres:
ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces
por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo".
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los
ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
"¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador".
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que
se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor.
LA POBREZA MATERIAL Y LA POBREZA ESPIRITUAL
Por Gabriel
González del Estal
1.- Os digo que el publicano bajó a su casa, justificado; y el fariseo
no. Ni el fariseo, ni el publicano eran materialmente pobres. El pobre
material es el que no tiene los bienes materiales necesarios para vivir con
dignidad; el pobre espiritual es, como nos dice san Agustín, el humilde, el que
no pone su confianza en sí mismo, sino en Dios. En la parábola de este domingo
vemos que el fariseo presumía de sus propios méritos ante Dios y le daba
gracias a Dios porque él, el fariseo, era mejor que los demás; además
despreciaba al publicano, al que consideraba un pecador. El publicano, en
cambio, reconocía que era un pecador, que por sus propios méritos no podía
salvarse y, por eso, imploraba la compasión de Dios. Jesús justifica al
publicano no porque fuera pobre material, sino porque era humilde, es decir,
era pobre en sentido espiritual. Esta parábola debemos aplicarla a nuestra
vida, como todas las parábolas del evangelio. Hay pobres materiales buenos y
malos, Dios tiene una opción preferencial también por estos pobres materiales,
para que dejen de serlo, porque la pobreza material no elegida es un mal y Dios
quiere que salgan de su pobreza material y se conviertan, haciéndose pobres en
sentido espiritual, a los que san Mateo llama pobres de espíritu, declarándolos
bienaventurados. Procuremos cada uno de nosotros tener los bienes materiales
que nos son necesarios para vivir con dignidad y ayudemos, en la medida de
nuestras posibilidades a los pobres materiales para que salgan de su pobreza. Y
confiemos siempre en Dios, que es el único que puede concedernos la salvación
espiritual. En definitiva, seamos humildes ante Dios y caritativos con el
prójimo necesitado. Y, por favor, no despreciemos nunca a nadie.
2.- El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial
contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido. Este texto del libro
del Eclesiástico nos aclara que Dios no es parcial al favorecer al pobre frente
al rico, porque Dios es justo y quiere que todos tengamos lo necesario. Si Dios
ayuda más al pobre es porque éste lo necesita más y Dios ayuda más a los que
más lo necesitan. Así debemos ser nosotros, no es que amemos más al pobre que
al rico, porque sí, sino que amamos más al pobre en el sentido que reconocemos
que el pobre está materialmente más necesitado de nuestra ayuda que el rico.
Amamos más al que más necesita nuestra ayuda, sea rico o pobre. No olvidemos
que también hay ricos materiales que son muy pobres en otras cosas y en sus
necesidades nosotros debemos ayudarles igualmente. La enfermedad es pobreza, la
soledad es pobreza, el pecado es pobreza, y aunque los enfermos, las personas
que viven solas o abandonadas, los pecadores sean materialmente ricos, nosotros
debemos ayudarles en lo que son pobres, es decir, en su enfermedad, en soledad,
en su condición de pecadores, porque en estos aspectos están necesitados de
ayuda. Sin alimento uno no puede vivir feliz, pero con solo pan tampoco uno es
feliz. Lo cristiano es ayudar a cada uno en lo que este necesita. Es en este
sentido en el que dice el libro del Eclesiástico que Dios no es parcial al
ayudar al pobre, más que al rico. Hagamos nosotros lo mismo.
3.- Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el
momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido
hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida. El
autor de esta carta, un discípulo de Pablo, recuerda las palabras que san Pablo
les decía momentos antes de morir, poniéndose el mismo Pablo como ejemplo de lo
que deben ser todos los seguidores y discípulos de Cristo. Les dice Pablo, y
nos dice a nosotros, que si somos fieles a Cristo hasta el final de nuestra
vida, Cristo nos dará después de nuestra muerte la corona merecida, es decir,
la gloria eterna. Lo nuestro es luchar hasta el final de nuestra vida, siendo
fieles seguidores del mismo Jesús, estando dispuestos siempre, como lo estuvo
Pablo, a predicar y vivir el evangelio del reino con todas nuestras apalabras y
acciones. Si nosotros somos fieles seguidores de Jesús mientras vivamos en esta
vida, Cristo no nos va a fallar y, al final de nuestra vida, nos dará el
premio, la corona merecida. La esperanza y la confianza en el cumplimiento de
las palabras de Cristo deben darnos, sobre todo en los momentos difíciles,
fuerza y paz para vivir y predicar el evangelio con valentía y constancia. El
ejemplo de san Pablo debe animarnos hoy a nosotros en estos tiempos difíciles
para la fe que nos ha tocado vivir.
REFLEXIÓN
Las Lecturas de hoy
continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración.
Esta vez, de una oración humilde. Y al decir humilde, decimos “veraz”; es
decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de Jesús- “la
humildad no es más que andar en verdad”
¿Y cuál es nuestra
verdad? Que no somos nada... Aunque creamos lo contrario, realmente
no somos nada ante Dios. Pensemos solamente de quién dependemos para
estar vivos o estar muertos. ¿En manos de Quién están los latidos de
nuestro corazón? ¿En manos nuestras o en manos de Dios?
Hay que reflexionar en
estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para poder “andar en
verdad”. Porque a veces nos pasa como al Fariseo del Evangelio (Lc.
18, 9-14), que no se daba cuenta cómo era realmente y se atrevía a
presentarse ante Dios como perfecto.
El mensaje del
Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista. No se limita a
indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir,
pecadores... pues todos somos pecadores... todos sin excepción.
La exigencia de
humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios,
sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios. Y nuestra realidad
es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que Él no nos haya dado, que nada
podemos sin que Dios lo haga en nosotros. Esa “realidad” es nuestra
“verdad”.
Comencemos hablando
del primer aspecto de la humildad al orar: el reconocer nuestros pecados ante
Dios. A Dios no le gusta que pequemos, pero debemos recordar que cuando hemos
pecado, Él está continuamente esperando que reconozcamos nuestros pecados y que
nos arrepintamos, para luego confesarlos al Sacerdote.
Recordemos que hay
otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo por un pecador
que se convierta que por 99 que no pecan (Lc. 15, 4-7). Así
es el Señor con el pecador que reconoce su falta... sea cual fuere. Pues
puede ser una falta grave o una falta menos grave. O bien un defecto que
hay que corregir.
Pero si tomamos la posición
del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran cosa: muy cumplidos
con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos
por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos
hace creernos muy buenos, o aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel
resentimiento que nos carcome, o aquel escondido reclamo a Dios que impide el
flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.
Podríamos, entonces,
correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado
que tanto Dios aborrece: la soberbia, el orgullo.
La verdad es que la
virtud de la humildad es despreciada en este tiempo. En nuestros
ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de
Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al
soberbio” (Salmo 137).
Por eso dice el Señor
al final del Evangelio: el que se humilla (es decir aquél que reconoce
su verdad) será enaltecido (será levantado de su bajeza). Y lo
contrario sucede al que se enaltece. Dice el Señor que será humillado,
será rebajado.
Pero decíamos que este
texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido más amplio.
Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si
fuéramos independientes de Dios. Y muchos podemos caer en esa tentación
de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que dependemos totalmente de
Dios... aún para que nuestro corazón palpite.
Entonces... ¿cómo
podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de
auto-capacitados?
Nuestra oración
debiera más bien ser como la de San Agustín: “Concédeme, Señor, conocer
quién soy yo y Quien eres Tú”. Pedir esa gracia de ver nuestra
realidad, es desear “andar en verdad”.
Y al comenzar a “andar
en verdad” podremos darnos cuenta que nada somos sin Dios, que nada podemos sin
Él, que nada tenemos sin Él. Así podremos darnos cuenta que es un engaño
creernos auto-suficientes e independientes de Dios, auto-estimables y
auto-capacitados.
Y como criaturas
dependientes de Él, debemos estar atenidos a sus leyes, a sus planes, a sus
deseos, a sus modos de ver las cosas. En una palabra, debemos reconocernos
dependientes de Dios.
Podremos darnos cuenta
que nuestra oración no puede ser un pliego de peticiones con los planes que
nosotros nos hemos hecho solicitando a Dios su colaboración para con esos
planes y deseos. Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe
ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir
sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros.
Sobra agregar que los
planes y deseos de Dios son muchísimo mejores que los nuestros. “Así
como distan el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos,
mis planes de vuestros planes” (Is. 55, 3).
Reconociéndonos
dependientes de Dios, nuestra oración será una oración humilde y, por ser
humilde, será también veraz.
Podrá darse en
nosotros lo que dice la Primera Lectura (Eclo. o Sir. 35, 15-17;
20-22):“Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído ... La oración del
humilde atraviesa las nubes”. Es decir quien se reconoce servidor de
Dios, dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su
Dueño, ése es oído.
En la Segunda Lectura (2
Tim. 4, 6-8; 16-18) San Pablo nos habla de haber “luchado bien el
combate, correr hasta la meta y perseverar en la fe”, y así recibir “la
corona merecida, con la que el Señor nos premiará en el día de su
advenimiento”. Condición indispensable para luchar ese combate, para
correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el final, es -sin duda- la
oración. Pero una oración humilde, entregada, confiada, sumisa a la
Voluntad de Dios.
Reflexionemos,
entonces: ¿Nos reconocemos lo que somos ante Dios: creaturas dependientes de su
Creador? ¿Somos capaces de ver nuestros pecados y de presentarnos ante
Dios como somos: pecadores? ¿Es nuestra oración humilde, veraz? ¿Oramos
con humildad, entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos que nada somos ante
El?
Entonces, ante esta
verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debiera una de adoración.
Y… ¿qué es adorar a Dios?
Es reconocerlo como nuestro Creador y
nuestro Dueño. Es reconocerme en verdad lo que soy:
hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño, yo le pertenezco. Adorar,
entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de Él y de la consecuencia
lógica de esa dependencia: entregarme a Él y a su Voluntad.
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