sábado, 22 de octubre de 2016

DOMINGO XXX 23 de octubre de 2016,DOMUND. COMPARTIENDO LA POBREZA


PRIMERA LECTURA
LECTURA DEL LIBRO DEL ECLESIÁSTICO 35, 12-14. 16-19ª El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento. Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia. El Señor no tardará.
Palabra de Dios.
Salmo

Sal 33,2-3.17-18.19.23



R/. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha



Bendigo al Señor en todo momento,

su alabanza está siempre en mi boca,

mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.R/.



El Señor se enfrenta con los malhechores,

para borrar de la tierra su memoria.

Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R/.



El Señor está cerca de los atribulados,

salva a los abatidos. 

El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él.R/.

SEGUNDA LECTURA

LECTURA DE LA SEGUNDA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A TIMOTEO (4, 6-8. 16-18) Querido hermano: Yo estoy a punto de ser derramado en liberación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta! Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios.

EVANGELIO
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS 18, 9-14
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
"¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo".
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
"¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador".
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor.

LA POBREZA MATERIAL Y LA POBREZA ESPIRITUAL
Por Gabriel González del Estal
1.- Os digo que el publicano bajó a su casa, justificado; y el fariseo no. Ni el fariseo, ni el publicano eran materialmente pobres. El pobre material es el que no tiene los bienes materiales necesarios para vivir con dignidad; el pobre espiritual es, como nos dice san Agustín, el humilde, el que no pone su confianza en sí mismo, sino en Dios. En la parábola de este domingo vemos que el fariseo presumía de sus propios méritos ante Dios y le daba gracias a Dios porque él, el fariseo, era mejor que los demás; además despreciaba al publicano, al que consideraba un pecador. El publicano, en cambio, reconocía que era un pecador, que por sus propios méritos no podía salvarse y, por eso, imploraba la compasión de Dios. Jesús justifica al publicano no porque fuera pobre material, sino porque era humilde, es decir, era pobre en sentido espiritual. Esta parábola debemos aplicarla a nuestra vida, como todas las parábolas del evangelio. Hay pobres materiales buenos y malos, Dios tiene una opción preferencial también por estos pobres materiales, para que dejen de serlo, porque la pobreza material no elegida es un mal y Dios quiere que salgan de su pobreza material y se conviertan, haciéndose pobres en sentido espiritual, a los que san Mateo llama pobres de espíritu, declarándolos bienaventurados. Procuremos cada uno de nosotros tener los bienes materiales que nos son necesarios para vivir con dignidad y ayudemos, en la medida de nuestras posibilidades a los pobres materiales para que salgan de su pobreza. Y confiemos siempre en Dios, que es el único que puede concedernos la salvación espiritual. En definitiva, seamos humildes ante Dios y caritativos con el prójimo necesitado. Y, por favor, no despreciemos nunca a nadie.

2.- El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido. Este texto del libro del Eclesiástico nos aclara que Dios no es parcial al favorecer al pobre frente al rico, porque Dios es justo y quiere que todos tengamos lo necesario. Si Dios ayuda más al pobre es porque éste lo necesita más y Dios ayuda más a los que más lo necesitan. Así debemos ser nosotros, no es que amemos más al pobre que al rico, porque sí, sino que amamos más al pobre en el sentido que reconocemos que el pobre está materialmente más necesitado de nuestra ayuda que el rico. Amamos más al que más necesita nuestra ayuda, sea rico o pobre. No olvidemos que también hay ricos materiales que son muy pobres en otras cosas y en sus necesidades nosotros debemos ayudarles igualmente. La enfermedad es pobreza, la soledad es pobreza, el pecado es pobreza, y aunque los enfermos, las personas que viven solas o abandonadas, los pecadores sean materialmente ricos, nosotros debemos ayudarles en lo que son pobres, es decir, en su enfermedad, en soledad, en su condición de pecadores, porque en estos aspectos están necesitados de ayuda. Sin alimento uno no puede vivir feliz, pero con solo pan tampoco uno es feliz. Lo cristiano es ayudar a cada uno en lo que este necesita. Es en este sentido en el que dice el libro del Eclesiástico que Dios no es parcial al ayudar al pobre, más que al rico. Hagamos nosotros lo mismo.

3.- Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida. El autor de esta carta, un discípulo de Pablo, recuerda las palabras que san Pablo les decía momentos antes de morir, poniéndose el mismo Pablo como ejemplo de lo que deben ser todos los seguidores y discípulos de Cristo. Les dice Pablo, y nos dice a nosotros, que si somos fieles a Cristo hasta el final de nuestra vida, Cristo nos dará después de nuestra muerte la corona merecida, es decir, la gloria eterna. Lo nuestro es luchar hasta el final de nuestra vida, siendo fieles seguidores del mismo Jesús, estando dispuestos siempre, como lo estuvo Pablo, a predicar y vivir el evangelio del reino con todas nuestras apalabras y acciones. Si nosotros somos fieles seguidores de Jesús mientras vivamos en esta vida, Cristo no nos va a fallar y, al final de nuestra vida, nos dará el premio, la corona merecida. La esperanza y la confianza en el cumplimiento de las palabras de Cristo deben darnos, sobre todo en los momentos difíciles, fuerza y paz para vivir y predicar el evangelio con valentía y constancia. El ejemplo de san Pablo debe animarnos hoy a nosotros en estos tiempos difíciles para la fe que nos ha tocado vivir.
REFLEXIÓN

Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración.  Esta vez, de una oración humilde.  Y al decir humilde, decimos “veraz”; es decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de Jesús-  “la humildad no es más que andar en verdad”
¿Y cuál es nuestra verdad?  Que no somos nada...  Aunque creamos lo contrario, realmente no somos nada ante Dios.  Pensemos solamente de quién dependemos para estar vivos o estar muertos.  ¿En manos de Quién están los latidos de nuestro corazón?  ¿En manos nuestras o en manos de Dios?
Hay que reflexionar en estas cosas para poder darnos cuenta de nuestra realidad, para poder “andar en verdad”.  Porque a veces nos pasa como al Fariseo del Evangelio (Lc. 18, 9-14),  que no se daba cuenta cómo era realmente y se atrevía a presentarse ante Dios como perfecto.
El  mensaje del Evangelio es más amplio de lo que parece a simple vista.  No se limita a indicarnos que debemos presentarnos ante Dios como somos; es decir, pecadores... pues todos somos pecadores... todos sin excepción.
La exigencia de humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios.  Y nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que Él no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros.   Esa “realidad” es nuestra “verdad”.
Comencemos hablando del primer aspecto de la humildad al orar: el reconocer nuestros pecados ante Dios. A Dios no le gusta que pequemos, pero debemos recordar que cuando hemos pecado, Él está continuamente esperando que reconozcamos nuestros pecados y que nos arrepintamos, para luego confesarlos al Sacerdote.
Recordemos que hay otro pasaje del Evangelio que nos dice que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierta que por 99 que no pecan (Lc. 15, 4-7).   Así es el Señor con el pecador que reconoce su falta... sea cual fuere.  Pues puede ser una falta grave o una falta menos grave.  O bien un defecto que hay que corregir.
Pero si tomamos la posición del Fariseo del Evangelio, y ante Dios nos creemos una gran cosa: muy cumplidos con nuestras obligaciones religiosas, muy sacrificados, etc., etc., y pasamos por alto aquel defecto que hace daño a los demás, o aquel engreimiento que nos hace creernos muy buenos, o aquella envidia que nos hace inconformes, o aquel resentimiento que nos carcome, o aquel escondido reclamo a Dios que impide el flujo de la gracia divina, nuestra oración podría ser como la del Fariseo.
Podríamos, entonces, correr el riesgo de creernos muy buenos y en realidad estamos pecando de ese pecado que tanto Dios aborrece: la soberbia, el orgullo.
La verdad es que la virtud de la humildad es despreciada en este tiempo.  En nuestros ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio” (Salmo 137).
Por eso dice el Señor al final del Evangelio: el que se humilla (es decir aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su bajeza).  Y lo contrario sucede al que se enaltece.  Dice el Señor que será humillado, será rebajado.
Pero decíamos que este texto lo podemos aplicar también a la humildad en un sentido más amplio.  Si nos fijamos bien los hombres y mujeres de hoy nos comportamos como si fuéramos independientes de Dios.  Y muchos podemos caer en esa tentación de creer que podemos sin Dios, de no darnos cuenta que dependemos totalmente de Dios... aún para que nuestro corazón palpite.
Entonces... ¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de auto-capacitados? 
Nuestra oración debiera más bien ser como la de San Agustín: “Concédeme, Señor, conocer quién soy yo y Quien eres Tú”.  Pedir esa gracia de ver nuestra realidad, es desear “andar en verdad”.
Y al comenzar a “andar en verdad” podremos darnos cuenta que nada somos sin Dios, que nada podemos sin Él, que nada tenemos sin Él. Así podremos darnos cuenta que es un engaño creernos auto-suficientes e independientes de Dios, auto-estimables y auto-capacitados.
Y como criaturas dependientes de Él, debemos estar atenidos a sus leyes, a sus planes, a sus deseos, a sus modos de ver las cosas. En una palabra, debemos reconocernos dependientes de Dios.
Podremos darnos cuenta que nuestra oración no puede ser un pliego de peticiones con los planes que nosotros nos hemos hecho solicitando a Dios su colaboración para con esos planes y deseos.   Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe ser humilde, “veraz”, reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros.
Sobra agregar que los planes y deseos de Dios son muchísimo mejores que los nuestros.  “Así como distan el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos, mis planes de vuestros planes”  (Is. 55, 3).
Reconociéndonos dependientes de Dios, nuestra oración será una oración humilde y, por ser humilde, será también veraz.
Podrá darse en nosotros lo que dice la Primera Lectura (Eclo. o Sir. 35, 15-17; 20-22):“Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído ... La oración del humilde atraviesa las nubes”.  Es decir quien se reconoce servidor de Dios, dependiente de Dios y no dueño de sí mismo, quien sabe que Dios es su Dueño,  ése es oído.
En la Segunda Lectura (2 Tim. 4, 6-8; 16-18)  San Pablo nos habla de haber “luchado bien el combate, correr hasta la meta y perseverar en la fe”,  y así recibir “la corona merecida, con la que el Señor nos premiará en el día de su advenimiento”.  Condición indispensable para luchar ese combate, para correr hasta esa meta, perseverando en la fe hasta el final, es -sin duda- la oración.  Pero una oración humilde, entregada, confiada, sumisa a la Voluntad de Dios.
Reflexionemos, entonces: ¿Nos reconocemos lo que somos ante Dios: creaturas dependientes de su Creador?  ¿Somos capaces de ver nuestros pecados y de presentarnos ante Dios como somos: pecadores? ¿Es nuestra oración humilde, veraz?  ¿Oramos con humildad, entrega y confianza en Dios? ¿Reconocemos que nada somos ante El?
Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debiera una de adoración.  Y… ¿qué es adorar a Dios?

Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño. Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño, yo le pertenezco. Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de Él y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarme a Él y a su Voluntad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario