jueves, 2 de febrero de 2017

DÍA 2 DE FEBRERO: PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO Y PURIFICACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA.

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO Y PURIFICACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA. Esta fiesta, que se llama también "La Candelaria", celebra el episodio que narra san Lucas. Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, a los 40 días del parto, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor y así cumplir su santa Ley. En el templo les salió al encuentro el anciano Simeón, hombre justo y que esperaba la consolación de Israel. El anciano anunció a María su participación en la Pasión de su Hijo, y proclamó a éste "luz para alumbrar a las naciones". De ahí que los fieles, en la liturgia de hoy, salgan al encuentro del Señor con velas en sus manos y aclamándolo con alegría. Es una fiesta fundamentalmente del Señor, pero también celebra a María, vinculada al protagonismo de Jesús en este acontecimiento por el que es reconocido como Salvador y Mesías- Oración: Dios todopoderoso y eterno, te rogamos humildemente que, así como tu Hijo unigénito, revestido de nuestra humanidad, ha sido presentado hoy en el templo, nos concedas, de igual modo, a nosotros la gracia de ser presentados delante de ti con el alma limpia. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.https://www.facebook.com/1723648607849832/videos/vb.1723648607849832/1851860141695344/?type=2&theater JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA. Esta Jornada, institida por Juan Pablo II en 1997 y que se viene celebrando desde aquel año el 2 de febrero, «quiere ayudar -dice el Papa- a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor». Según el mismo Pontífice, las finalidades de la Jornada son tres: 1) alabar más solemnemente al Señor y darle gracias por el gran don de la vida consagrada; 2) promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima de la vida consagrada; 3) que las personas consagradas celebren juntas y solemnemente las maravillas que el Señor ha realizado en ellas. «La Jornada -establece el Papa- se celebrará en la fiesta en que se hace memoria de la presentación que María y José hicieron de Jesús en el templo "para ofrecerlo al Señor" (Lc 2,22)» BEATO LUIS BRISSON. Nació en Plancy (Francia) el año 1817. Ingresó en el seminario de Troyes en 1831 y fue ordenado sacerdote en 1840. Durante más de 40 años fue capellán del monasterio de religiosas de clausura de la Orden de la Visitación en Troyes, y allí profundizó en el pensamiento y espiritualidad de san Francisco de Sales. Al mismo tiempo desarrolló una intensa actividad como docente de ciencias naturales. Además, se ocupó de las necesidades sociales de su tiempo, organizando y promoviendo asociaciones de mujeres y estudiantes que buscaban condiciones más dignas de trabajo, estableciendo para ellas talleres y hogares. Para apoyar sus obras sociales, y para anunciar el Evangelio a los pobres y dar a conocer a Jesús según la espiritualidad de san Francisco de Sales, fundó las congregaciones de Oblatas y de Oblatos de San Francisco de Sales. Murió en su pueblo natal el 2 de febrero de 1908, a los 91 años. Beatificado en 2012. Benito Daswa BEATO BENITO DASWA. Nació en 1946 en Mbahe, pueblo rural de (Sudáfrica), de una familia no cristiana de la etnia venda y perteneciente a la tribu de los lemba. En su infancia fue pastor, y luego marchó a estudiar a Johanesburgo, donde por influencia de amigos abrazó el catolicismo y se bautizó en 1963. Sacó el título de maestro y se dedicó a la enseñanza en su tierra; fue nombrado director de una escuela. Contrajo matrimonio y tuvo 8 hijos. En su vida demostró siempre gran coherencia, asumiendo con valentía y coraje actitudes cristianas y rechazando costumbres mundanas y paganas. Fue catequista y le preocupó la educación de los niños y jóvenes, e intentó salvar a multitud de niños de las armas y las guerrillas. Trató de elevar el nivel cultural y humano de su pueblo, y se preocupó mucho por los más pobres. Su fe cristiana le llevó a oponerse a la brujería y a tratar de apartar de la misma a sus conciudadanos. Precisamente, por negarse a contribuir a una colecta para pagar la consulta a un brujo, lo asesinaron con piedras y palos el 2 de febrero de 1990. Beatificado el 13-IX-2015. * * * San Burcardo. Nació en Inglaterra, vistió el hábito benedictino y acompañó a san Bonifacio en la evangelización de Alemania, todavía pagana. San Bonifacio lo consagró primer obispo de Würzburg (Baviera), donde murió el año 754. Contó con el apoyo de Carlomagno. Llevó al Papa las actas del concilio general de los francos. El rey Pipino el Breve lo envió a Roma para tratar la cuestión dinástica del reino franco. Santa Catalina de Ricci. Consagró su vida al Señor y vistió el hábito de la Tercera Orden regular de santo Domingo. Desde muy joven fue asidua en la oración y, de modo especial, en la contemplación de los misterios de la Pasión de Cristo, en la que tuvo experiencias místicas extraordinarias. Sufrió graves enfermedades y murió en Prato (Italia) el año 1590. San Flósculo. Fue obispo de Orleans (Francia) y murió en la segunda mitad del siglo V. San Juan Teófanes Vénard. Sacerdote de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París. Después de seis años de apostolado clandestino en Vietnam, ejercido en medio de angustias y sufrimientos, fue apresado, torturado y decapitado en Hanoi el año 1861, a los 32 años de edad, en tiempo del emperador Tu Duc. Santa Juana de Lestonnac. Nació en Burdeos el año 1556, de padre católico y madre calvinista; a pesar de la influencia de su madre, perseveró en la fe católica. Contrajo matrimonio y tuvo siete hijos. Al quedar viuda en 1597, asegurada la educación de su prole, pensó abrazar la vida monástica, cosa que no le permitió su salud. Más tarde, inspirándose en la espiritualidad y normas de los jesuitas, fundó la Orden de Nuestra Señora para la educación de la juventud femenina. Murió en Burdeos el año 1640. San Lorenzo. Sucedió a san Agustín como obispo de Cantorbery (Inglaterra). Continuó la obra evangelizadora de su predecesor y la acrecentó notablemente con la conversión a la fe católica del rey Edbaldo de Kent. Murió en su sede episcopal el año 619. San Nicolás Saggio de Longobardi. Hijo de campesinos, trabajó de joven en el campo, al tiempo que cultivaba las penitencias y devociones. Ingresó como hermano laico en la Orden de los Mínimos de san Francisco de Paula. Ejerció sobre todo el oficio de portero en distintos conventos. Siempre edificaba con su ejemplo, y dedicaba los tiempos libres a la piedad y a la atención de pobres y enfermos. Murió en Roma el año 1709. Canonizado el 23-XI-2014 Beato Andrés Carlos Ferrari. Ordenado de sacerdote en 1873, fue primero obispo de Guastalla y de Como. En 1894, León XIII lo nombró cardenal y arzobispo de Milán, ciudad en la que murió en 1921. Como buen pastor y siguiendo las huellas de san Carlos Borromeo, consolidó las tradiciones religiosas de su pueblo, a la vez que abrió nuevos caminos para dar a conocer a Cristo y practicar la caridad, lo que le causó no pocas ni pequeñas incomprensiones y dificultades. Beato Esteban Bellesini. Sacerdote de la Orden de los Ermitaños de San Agustín. Vivió en tiempos difíciles para la Iglesia en Italia. Cuando se suprimieron las casas religiosas en Trento, se dedicó a la enseñanza para cuidar la educación cristiana de los niños. Luego se trasladó a Bolonia para poder vivir en comunidad. Fue un excelente maestro de novicios. Murió en Genazzano (Lazio), de donde era párroco, el año 1840. Beata María Catalina Kasper. Nació de familia campesina y trabajó en el campo. Consagró toda su vida al Señor. Desde joven se distinguió por la ayuda que prestaba a los enfermos y a los pobres. Se le unieron algunas jóvenes con las que fundó la congregación de las Siervas Pobres de Jesucristo, para servir al Señor en los pobres. Murió en Dernbach (Alemania) el año 1898. Beata María Dominica Mantovani. Nació en Castelletto del Garda, a donde llegó como párroco el beato José Nascimbeni, que la ayudó a profundizar en su vida de fe y buenas obras. Colaborando con él, fue cofundadora de la congregación de las Hermanitas de la Sagrada Familia, para servir a pobres, huérfanos y enfermos. Contribuyó de manera esencial a la elaboración de las Constituciones, inspiradas en la Regla de la Tercera Orden Regular de San Francisco; las cuatro primeras aspirantes hicieron el noviciado en las Terciarias Franciscanas de Verona. Murió en Verona el año 1934. Beato Pedro Cambiani de Ruffia. Sacerdote dominico piamontés que ejerció el oficio de inquisidor de la fe en Turín. Fue asesinado por los valdenses en Susa (Piamonte) el año 1365. Beato Simón Fidati de Cassia. Sacerdote de la Orden de los Ermitaños de San Agustín. Primero puso su empeño en el estudio de las ciencias naturales, pero luego se pasó a las sobrenaturales. Fue un gran predicador y uno de los mejores maestros espirituales de su tiempo. Con su palabra y sus escritos condujo a muchos a una mejor vida cristiana. Murió en Florencia el año 1348. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Cuando entraban en el Templo con el niño Jesús sus padres, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,28-32). Pensamiento franciscano: Nuestro Señor Jesucristo -escribe san Francisco- puso su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no como yo quiero, sino como quieras tú. Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz; no por sí mismo, por quien fueron hechas todas las cosas, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo, para que sigamos sus huellas (2CtaF 10-13). Orar con la Iglesia: Acojamos a Cristo Jesús, que viene a nuestro encuentro, y presentémosle nuestras peticiones: -Por la santa Iglesia de Dios, para que, por la vida de sus fieles y el ministerio de sus sacerdotes, haga brillar ante los hombres la luz de Cristo. -Por los que tienen autoridad en la vida pública, para que su labor sea siempre de servicio, de justicia y de paz. -Por quienes han cumplido muchos años, para que vean realizadas sus esperanzas trascendentales y puedan ir al Padre llenos de paz. -Por todos los que creemos y esperamos en Cristo, para que la manifestación del Señor en la carne sea causa de vida y no ocasión de caída. Oración: Dios todopoderoso, que recibiste en tu templo a tu Unigénito, que se ofrecía por nosotros, escucha nuestras oraciones. Te lo pedimos Jesucristo, nuestro Señor. Amén. * * * LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR S. S. Benedicto XVI, Homilía del 2-II-06 Queridos hermanos y hermanas: La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2,22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad. La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es «el rey de la gloria», «el Señor, fuerte en la guerra» (Sal 23,7.8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: «De pronto entrará en el santuario el Señor» (Ml 3,1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa «el mensajero de la alianza» y se somete a la Ley: va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios. El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo «sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo» (Hb 2,17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice: «Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (...) al que podía salvarle de la muerte, (...) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5,7-9). La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es «gloria de su pueblo Israel» y «luz para alumbrar a las naciones», pero también «signo de contradicción» (cf. Lc 2,32.34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y de Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor. Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón -«mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,30)-, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús «el consuelo de Israel» (Lc 2,25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia. Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la «luz» y la «gloria» se transforman en una revelación universal. Ana es «profetisa», mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede «alabar a Dios» y hablar «del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2,38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús. * * * ACOJAMOS LA LUZ CLARA Y ETERNA De los sermones de san Sofronio Corramos todos al encuentro del Señor, los que con fe celebramos y veneramos su misterio, vayamos todos con alma bien dispuesta. Nadie deje de participar en este encuentro, nadie deje de llevar su luz. Llevamos en nuestras manos cirios encendidos, ya para significar el resplandor divino de aquel que viene a nosotros -el cual hace que todo resplandezca y, expulsando las negras tinieblas, lo ilumina todo con la abundancia de la luz eterna-, ya, sobre todo, para manifestar el resplandor con que nuestras almas han de salir al encuentro de Cristo. En efecto, del mismo modo que la Virgen Madre de Dios tomó en sus brazos la luz verdadera y la comunicó a los que yacían en tinieblas, así también nosotros, iluminados por él y llevando en nuestras manos una luz visible para todos, apresurémonos a salir al encuentro de aquel que es la luz verdadera. Sí, ciertamente, porque la luz ha venido al mundo para librarlo de las tinieblas en que estaba envuelto y llenarlo de resplandor, y nos ha visitado el sol que nace de lo alto, llenando de su luz a los que vivían en tinieblas: esto es lo que nosotros queremos significar. Por esto, avanzamos en procesión con cirios en las manos; por esto, acudimos llevando luces, queriendo representar la luz que ha brillado para nosotros, así como el futuro resplandor que, procedente de ella, ha de inundarnos. Por tanto, corramos todos a una, salgamos al encuentro de Dios. Ha llegado ya aquella luz verdadera que viniendo a este mundo alumbra a todo hombre. Dejemos, hermanos, que esta luz nos penetre y nos transforme. Ninguno de nosotros ponga obstáculos a esta luz y se resigne a permanecer en la noche; al contrario, avancemos todos llenos de resplandor; todos juntos, iluminados, salgamos a su encuentro y, con el anciano Simeón, acojamos aquella luz clara y eterna; imitemos la alegría de Simeón y, como él, cantemos un himno de acción de gracias al Engendrador y Padre de la luz, que ha arrojado de nosotros las tinieblas y nos ha hecho partícipes de la luz verdadera. También nosotros, representados por Simeón, hemos visto la salvación de Dios, que él ha presentado ante todos los pueblos y que ha manifestado para gloria de nosotros, los que formamos el nuevo Israel; y, así como Simeón, al ver a Cristo, quedó libre de las ataduras de la vida presente, así también nosotros hemos sido liberados del antiguo y tenebroso pecado. También nosotros, acogiendo en los brazos de nuestra fe a Cristo, que viene desde Belén hasta nosotros, nos hemos convertido de gentiles en pueblo de Dios (Cristo es, en efecto, la salvación de Dios Padre) y hemos visto, con nuestros ojos, al Dios hecho hombre; y, de este modo, habiendo visto la presencia de Dios y habiéndola aceptado, por decirlo así, en los brazos de nuestra mente, somos llamados el nuevo Israel. Esto es lo que vamos celebrando, año tras año, porque no queremos olvidarlo. * * * CÓMO CONCIBIÓ Y VIVIÓ SAN FRANCISCO EL ANUNCIO EVANGÉLICO III. MANIFESTACIÓN PÚBLICA EN SIGNOS Y PALABRAS por Michel Hubaut, o.f.m. «Otro modo de comportarse entre los infieles, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y se hagan cristianos» (1 R 16,7). Este anuncio público y explícito de Cristo por los caminos de Palestina fue para Francisco, después de algunos años de trabajo manual y de servicio en las leproserías, el modelo de anuncio que adoptó. Apenas trabajará ya con sus manos. Su «anuncio» misionero tomará ese ritmo binario tan característico de su espiritualidad. Vivirá más de la mitad de su tiempo retirado, en la oración contemplativa gratuita, y la otra mitad estará consagrada a la predicación-exhortación itinerante. Desde los orígenes de la Orden, ese tipo de «anuncio» del Santo Evangelio es evidente: invitación apremiante a la penitencia, a la conversión del corazón para acoger la Buena Nueva, los bienes del Reino, el precio de la Salvación ofrecido por Cristo. Apenas rodeado de siete compañeros, «Francisco les manifestó su proyecto de enviarles a las cuatro partes del mundo... como trazando una inmensa señal de la cruz.... "Marchad, les dijo, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados"» (LM 3,7; 1 Cel 23 y 29). Su sentido universal, católico, de ese anuncio se desborda en sus Cartas, como, por ejemplo, la dirigida «a las autoridades de los pueblos», con el empleo tan frecuente de la palabra «todo». Muy pronto los compañeros podrán escribir: «Los hermanos fueron enviados a casi todas las partes del mundo» (TC 62). Esta dimensión misionera del anuncio explícito y universal es fundamental para la familia franciscana. ¿Incoherencia? ¿Contradicción entre estas dos formas de «anuncio» queridas por Francisco mismo? No. Por el contrario, intuición unificadora del misterio de la misión permanente y actual de Cristo. ¡Francisco es capaz de planear para sus hermanos un tipo de «anuncio» que él personalmente no vivirá! A lo largo de nuestra historia franciscana, ha sido privilegiado uno u otro «anuncio» del Santo Evangelio. Cada época, cada país tiene necesidades imperiosas que postulan el uno o el otro. El peligro está en la exclusión sistemática del uno o del otro, por costumbre, por falta de audacia o por reducción inconsciente de la visión amplia de san Francisco. Lo más extraño sería ver a unos hermanos cerrarse a los que tienen que vivir el anuncio que es complementario del que ellos mismos viven, cuando la misión franciscana exige para ser completa, tal como Francisco la quiso, la permanencia de esos dos tipos de anuncio del Santo Evangelio. Una vez más, aquí, la vida evangélica franciscana no puede ni debe ser encarnada por un solo tipo de hermano, ni siquiera por un solo tipo de fraternidad. Es verdad, sin embargo, que cada hermano menor, y cada fraternidad, deberá interrogarse siempre sobre su opción y sobre la verdad del tipo de «anuncio» que el Señor o la Iglesia le ha confiado. Ninguno de los dos funciona automáticamente; cada uno de ellos necesita plantearse periódicamente unos interrogantes valientes. ¿Anuncia mi vida el Evangelio? ¿Qué queda en mi vida personal, en mi vida comunitaria, de aquel soplo misionero universal que animaba a Francisco y a sus hermanos? CONCLUSIÓN Recordemos, finalmente, para no traicionar la intuición de Francisco, que concluye su capítulo sobre la misión entre los infieles diciendo: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén -cualquiera que sea el tipo de anuncio vivido-, recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos tanto visibles como invisibles...» (1 R 16,10-11). Y termina este capítulo misionero con doce citas evangélicas cuya ilación es la persecución y las pruebas. Está claro para Francisco que todos los hermanos deben participar en los sufrimientos y en la misión redentora de Cristo. Para él, las dificultades, las pruebas no constituyen un deplorable obstáculo para la misión, sino que ellas son un elemento constitutivo de la misma. Por otro lado, él consideró siempre el envío a misión como un don de la propia vida. Francisco «partirá» siempre para vivir el «martirio» como un testimonio, un «anuncio». Para Francisco, por último, ser un enviado, un testigo que «anuncia», es, ante todo, revivir en sí mismo todo el misterio, todos los actos salvíficos de Cristo. Anunciar es entregar la propia vida mediante una presencia evangélica en medio de los hombres, es un anuncio público y explícito de la Salvación y, a veces, es una sangre derramada. Este don por amor es el que constituye la unidad de la misión bajo esas tres modalidades, y el que salva. Sólo el amor es misionero, salvador. La misión es una participación en ese amor de Cristo que salva amando. Para Francisco de Asís, «anunciar» el Santo Evangelio es siempre comprometer la propia vida en la Pascua del Señor. .

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