lunes, 17 de abril de 2017

LA CULTURA Y EL FUTURO DE EUROPA EN SERIO PELIGRO DE EXTINCIÓN

Jesús dijo a sus
discípulos en la Última Cena: «Hijitos, me queda poco de estar con vosotros...
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado,
amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos:
si os amáis unos a otros» (Jn 13,33-35).




MUCHA PAZ TIENEN LOS QUE
AMAN TUS LEYES
San León Magno, Sermón
95,8-9 sobre las bienaventuranzas
Con toda razón se promete
a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida
manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo
que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén
manchadas. Que huyan, pues, las tinieblas de la vanidad terrena y que los ojos
del alma se purifiquen de las inmundicias del pecado, para que así puedan
saciarse gozando en paz de la magnífica visión de Dios.
Pero para merecer este
don es necesario lo que a continuación sigue: Dichosos los que trabajan por la
paz, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Esta bienaventuranza,
amadísimos, no puede referirse a cualquier clase de concordia o armonía humana,
sino que debe entenderse precisamente de aquella a la que alude el Apóstol
cuando dice: Estad en paz con Dios, o a la que se refiere el salmista al
afirmar: Mucha paz tienen los que aman tus leyes, y nada los hace tropezar.
Esta paz no se logra ni
con los lazos de la más íntima amistad ni con una profunda semejanza de
carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra
voluntad con la voluntad de Dios. Una amistad fundada en deseos pecaminosos, en
pactos que arrancan de la injusticia y en el acuerdo que parte de los vicios nada
tiene que ver con el logro de esta paz. El amor del mundo y el amor de Dios no
concuerdan entre sí, ni puede uno tener su parte entre los hijos de Dios si no
se ha separado antes del consorcio de los que viven según la carne. Mas los que
sin cesar se esfuerzan por mantener la unidad del Espíritu con el vinculo de la
paz jamás se apartan de la ley divina, diciendo, por ello, fielmente en la
oración: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.
Estos son los que obran
la paz, éstos los que viven santamente unánimes y concordes, y por ello merecen
ser llamados con el nombre eterno de hijos de Dios y coherederos con Cristo;
todo ello lo realiza el amor de Dios y el amor del prójimo, y de tal manera lo
realiza que ya no sienten ninguna adversidad ni temen ningún tropiezo, sino
que, superado el combate de todas las tentaciones, descansan tranquilamente en
la paz de Dios, por nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu
Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
* * *
LA ADMIRACIÓN EN
FRANCISCO DE ASÍS
por Michel Hubaut, OFM
La admiración, vocación
sacerdotal del hombre
El amor gratuito, la
Bondad, que es la fuente de todas las cosas y que un día llegará a plenitud en
todas las cosas, aparecen ya con transparencia a los ojos de Francisco. Su
admiración, su asombro, se vuelve entonces acción de gracias. Advirtamos que el
retorno a la naturaleza no conduce automáticamente a Dios. El hombre -incluido
el ecologista- puede también recluirse en la creación, prisionero de sí mismo.
Puede también hacerse dios, centro absoluto. Puede desviar las criaturas en
torno a sí mismo, apropiárselas y, así, fracasar en su propia misión, que
consiste en convertir en canto al universo creado, devolviéndoselo al Creador
en acción de gracias. Francisco, desapropiado, pobre, reencontró la función
sacerdotal del hombre libre. Para Francisco, toda oración y toda acción humanas
son un movimiento de retorno (reddere) a Aquel que es la fuente de todo. Si
todas las criaturas convergen en el hombre, éste debe prestar su inteligencia y
su voz al universo para expresar así la finalidad del mundo:
«Y restituyamos todos los
bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y
démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo
altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba
todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las
acciones de gracias y la gloria; suyo es todo bien; sólo Él es bueno» (1 R
17,17-18).
Un novelista
contemporáneo comentaba, ciertamente sin saberlo, todo esto magníficamente:
«Se admite una ley en la
marcha del universo: la ley de la Ascensión. Una permanente Ascensión, de lo
inerte a lo vivo, de lo vivo a lo espiritual, de lo espiritual a lo divino. Del
árbol que eleva hacia el cielo y hacia el sol las moléculas muertas que reposan
en la oscuridad de la tierra, y las transforma en hojas vivas y en flores
estallantes, hasta el hombre que, no contento con erigir columnas y torres,
alza su alma hasta la contemplación.
»El movimiento alternado
de todas las criaturas, desde el corpúsculo que flota sobre las aguas muertas
hasta el santo en oración, sólo es un retorno: el retorno a la residencia
natal, a la fuente primigenia. Desde el átomo hasta el genio, todos somos
simples peregrinos que caminamos por el camino de regreso y buscamos a tientas,
en la oscuridad y en la luz, con angustia obstinada, las gradas de la
Ascensión.
»Todo ha descendido de
arriba; todo aspira ardientemente a volver arriba. Retorno de la materia al
Espíritu, de la muerte a la vida, del pecado a la inocencia, de lo animal a la
humanidad, del hombre a Dios» (Giovanni Papini, Carta a los hombres).
Pero, en este retorno de
acción de gracias, Francisco es también consciente de que el hombre no es capaz
de hacerlo con toda la profundidad que conviene: «Y porque todos nosotros,
míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que
nuestro Señor Jesucristo, tu hijo Amado, en quien has hallado complacencia, que
te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé
gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le
agrada. ¡Aleluya!» (1 R 23,5).
Una vez más, todo
converge en el canto. Si el hombre resume el homenaje de la creación, el hombre
está orientado a Cristo que admira y da gracias al Padre: «Todo es vuestro; y
vosotros, de Cristo y Cristo, de Dios» (1 Cor 3,21-22).
Si Francisco invita al
hermano halcón, al hermano lobo, a la hermana cigarra y a la hermana
golondrina... a alabar a su creador, no es, pues, por mera emoción romántica o
estética. En su canto no hay rasgo alguno de panteísmo. Esta mirada asombrada
no le desvía en modo alguno de las realidades terrenas, sino que da al universo
creado su verdadera consistencia y profundidad, y al hombre su verdadera
vocación. Como un «nuevo Adán», Francisco reencontró la capacidad de asombro y
admiración del estado de gracia original.
¡Pobre de todo, le es
devuelto todo! Fraterniza con nuestra madre Tierra durmiendo abandonado a ella,
a ras de suelo, o internándose en las grutas para orar. Se abandonó por entero
a las cosas, con santa obediencia a la realidad de las criaturas: la piedra, el
agua, el sol, el viento. Aprendió a conocer las cosas caminando en cualquier
época a lo largo de los caminos o retirándose a lugares escabrosos y solitarios
de la montaña. Vivió en contacto directo con los mismos. Mantuvo contacto con
la realidad simple y dura de las cosas. Y entonces puede admirar y asombrarse,
pues conoce en su propia carne el valor de un trozo de pan, de un vaso de agua,
del fuego... Todo se convierte en signo que abre un camino hacia el misterio de
la Fuente de la vida. Por haberse sumergido, humildemente, pobremente, en el
manantial escondido de los seres y de las cosas, puede presentir en ellas la
armonía cósmica universal y fraterna.
Su admiración y asombro
es un canto inmenso: el canto sin fronteras de la fe, de la esperanza, del
perdón y de la reconciliación universal en Cristo Señor: «¡Qué abismo de
riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!... ¿Quién le ha dado
primero para tener derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él
existe todo. A él la gloria por los siglos. Amén» (Rom 11,33-36).

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