miércoles, 23 de noviembre de 2016

DÍA 24 DE NOVIEMBRE: SAN ANDRÉS DUNG-LAC Y COMPAÑEROS, San Alberto de Lovaina, etc.


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SAN ANDRÉS DUNG-LAC Y COMPAÑEROS. Son los 117 mártires de Vietnam canonizados por Juan Pablo II el 19 de junio de 1988. En el siglo XVII comenzaron las persecuciones contra los católicos, que habían ido creciendo en Vietnam desde el siglo anterior. Los cristianos martirizados en distintas fechas y regiones fueron cerca de 130.000, de los que se ha introducido la causa de beatificación de casi 1500. Entre los 117 canonizados hay 8 obispos, muchísimos sacerdotes seculares y religiosos, y un gran número de laicos de ambos sexos y de toda edad y condición. 96 son vietnamitas, 11 españoles y 10 franceses. San Andrés, hijo de padres paganos muy pobres, llegó a sacerdote con la ayuda de un catequista, ejerció el ministerio en diferentes localidades y murió decapitado en Hanoi el 21 de diciembre de 1839. Los once españoles, todos ellos dominicos, son los siguientes: Mateo Alonso de Leciniana, de Nava del Rey (Valladolid), decapitado el 22 de enero de 1745. Francisco Gil Federich, de Tortosa (Tarragona), decapitado el 22 de enero de 1745. Jacinto Castañeda, de Játiva (Valencia), degollado el 7 de noviembre de 1773. Ignacio Clemente Delgado, de Villafeliche (Zaragoza), obispo, falleció a causa de los malos tratos el 21 de julio de 1838. Domingo Henares, de Baena (Córdoba), obispo, decapitado el 25 de junio de 1838.José Fernández, de Ventosa de la Cuesta (Valladolid), decapitado el 24 de julio de 1838.Jerónimo Hermosilla, de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja), obispo, degollado el 1 de noviembre de 1861. José María Díaz Sanjurjo, de Santa Eulalia de Suegos (Lugo), obispo, decapitado el 20 de julio de 1857. Melchor García Sampedro, de Cortes, parroquia de Cienfuegos (Oviedo), obispo, descuartizado el 28 de julio de 1858. Valentín de Berrio Ochoa, de Elorrio (Vizcaya), obispo, decapitado el 1 de noviembre de 1861. Pedro Almato, de San Feliu Saserra (Barcelona), martirizado el 1 de noviembre de 1861.- Oración: Oh Dios, fuente y origen de toda paternidad, tú hiciste que los santos mártires Andrés y sus compañeros fueran fieles a la cruz de Cristo, con una fidelidad que llegó hasta el derramamiento de su sangre; concédenos, por su intercesión, que difundamos tu amor entre nuestros hermanos y que nos llamemos y seamos de verdad hijos tuyos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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San Alberto de Lovaina. Obispo de Lieja (Bélgica). Por defender a la Iglesia fue desterrado a Reims (Francia), y lo asesinaron el mismo año en que había sido ordenado obispo. Murió mártir el 1192.
San Colmán de Cloyne. Nació en el condado de Cork en Irlanda hacia el año 522, en el seno de una noble familia pagana. Ejerció la profesión de bardo o poeta en la corte del rey de Cashel. A la edad de cuarenta y tantos años se convirtió al cristianismo. Estuvo un tiempo estudiando y formándose, y luego se dedicó a predicar el Evangelio en Limerick. Fue el primer obispo de Cloyne, y allí murió hacia el año 606.
San Crisógono de Aquileya. Sufrió el martirio en Aquileya, región de Friuli Venecia Giulia (Italia), en la persecución del emperador Diocleciano, a principios del siglo IV. Su nombre se incluye en el canon romano o plegaria eucarística I.
Santa Firmina. Fue martirizada en Amelia, ciudad de Umbría (Italia), el año 303.
Santas Flora y María. Por confesar su fe cristiana, fueron torturadas y luego decapitadas por los musulmanes en Córdoba (España) el año 851. Narra su martirio san Eulogio de Córdoba que las conoció personalmente y se encontró con ellas en la cárcel.
Santos Pedro Dumoulin-Borie, Pedro Vo Dang Khoa y Vicente Nguyen The Diem. El primero de ellos fue decapitado y los otros dos estrangulados en la ciudad de Dong Hoi (Vietnam), el año 1838, por orden del emperador Minh Mang. Pedro Dumoulin-Borie, Nació en Beynat (Francia) el año 1808. Siendo ya seminarista ingresó en la Sociedad para las Misiones Extranjeras de París. Ordenado de sacerdote, marchó hacia Vietnam, adonde llegó en 1832. Estaba candente la persecución contra los cristianos y tuvo que trabajar en la clandestinidad. En 1838 lo nombraron obispo, pero no pudo recibir la consagración porque estaba ya en prisión. Pedro Vo y Vicente Nguyen eran sacerdotes vietnamitas que estuvieron ejerciendo su ministerio en circunstancias difíciles, hasta que los arrestaron.
San Porciano. Siendo esclavo en su juventud buscó refugio y libertad en un monasterio del territorio de Clermont-Ferrand, en la Auvernia francesa, en el que se hizo monje y del que llegó a ser abad. Murió a edad avanzada, agotado por los ayunos, el año 532.
San Protasio. Fue obispo de Milán y luchó con firmeza contra los arrianos. Defendió ante el emperador Constante la causa de san Atanasio y participó en el Concilio de Sardes. Murió el año 356.
San Román. Sacerdote galorromano que se dedicó a la evangelización en la región de Aquitania, y murió en Blaye (Francia) el año 385.
Beato Alberto María Marco. Nació en Caudete, provincia de Albacete (España), en 1894. Profesó en la Orden del Carmen en 1910, y fue ordenado sacerdote en 1917. Muy pronto empezó a tener cargos de responsabilidad en sus casas de formación y en sus santuarios; por último pasó a regir la casa de Madrid. Al estallar la persecución religiosa de 1936, se refugió en un domicilio particular, donde lo detuvieron. Pasó por varios presidios hasta llegar a la cárcel de Porlier, de donde salió para ser fusilado el 24 de noviembre de 1936 en Paracuellos de Jarama (Madrid). Encarcelado, ejerció un intenso apostolado. Beatificado el 13-X-2013.
Beato Bálsamo. Abad del monasterio de Cava dei Tirreni (Campania, Italia). En medio de las turbulencias y los conflictos de su tiempo, desempeñó su ministerio con sabiduría y prudencia. Murió el año 1232.
Beato Félix Alonso Muñiz, dominico. Nació en Oseja de Sajambre (León) en 1896, hizo la profesión en 1913 y recibió la ordenación sacerdotal en 1920. Se dedicó un tiempo a la enseñanza y su último destino fue el convento de Atocha en Madrid. Tuvo especial inclinación por los estudios sociales y se especializó en filosofía para fundamentar mejor su apostolado social. El 18-VIII-1936 fue detenido y llevado a la cárcel de Portier, donde mantuvo una gran entereza de ánimo, con lo que infundía aliento a los demás. El 24-XI-1936 lo llevaron en una de las sacas masivas a Paracuellos de Jarama y lo fusilaron.
Beata María Ana Sala. Nació en Brivio (Lombardía, Italia) el año 1829. Se educó en el colegio de las religiosas Marcelinas y colaboró en las obras parroquiales. En 1848 ingresó en la Congregación de Hermanas de Santa Marcelina y, hecha la profesión de votos perpetuos en 1852, desarrolló una gran tarea como docente en varias casas de su Congregación. Asistió a los heridos de la guerra de independencia el año 1859 en el hospital militar de San Lucas. Murió en Milán el año 1891. Juan Pablo II dijo de ella: «Ha llegado a beata por el cumplimiento de su deber y el trabajo cotidiano».
Beatas Niceta de Santa Prudencia y 11 compañeras. El 24 de noviembre de 1936 fueron fusiladas en el Picadero de Paterna (Valencia, España) doce Hermanas Carmelitas de la Caridad que habían estado trabajando en la Real Casa de Misericordia de Valencia. Mucho sufrieron desde que se desató la persecución religiosa en España, pese al servicio que habían prestado. Estos son sus nombres, con indicación de lugar y año de su nacimiento: Niceta de Santa Prudencia Plaja Xifra, Torrent (Girona) 1863; Paula de Santa Anastasia Isla Alonso, Villalaín (Burgos) 1863; Antonia de Santo Timoteo Gosens Sáez de Ibarra, Vitoria 1870; Daría de Santa Sofía Campillo Paniagua, Vitoria 1873; Erundina de Ntra. Sra. del Monte Carmelo Colino Vega, Lagarejos de la Carballeda (Zamora) 1883; María Consuelo del Santísimo Sacramento Cuñado González, Bilbao 1884; Concepción de San Ignacio Odriozola Zabalía, Azpeitia (Guipúzcoa) 1882; Feliciana de Ntra. Sra. del Carmen de Uribe y Orbe, Múgica (Vizcaya) 1893; Concepción de Santa Magdalena Rodríguez Fernández, Santa Eulalia (León) 1895; Justa de la Inmaculada Maiza Goicoechea, Ataun (Guipúzcoa) 1897; Clara de Ntra Sra. de la Esperanza Ezcurra Urrutia, Uribarri de Mondragón (Guipúzcoa) 1896; y Cándida de Ntra. Sra. de los Ángeles Cayuso González, Ubiarco (Cantabria) 1901.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
Jesús dijo a sus discípulos: «Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré boca y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Todos os odiarán a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21,12-15.17-19).
Pensamiento franciscano:
Dice san Francisco en su Regla: «El Espíritu del Señor, al contrario del espíritu de la carne, se aplica con empeño a la humildad y la paciencia y a la pura y simple y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, sobre todas las cosas, el temor divino y la sabiduría divina y el amor divino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (1 R 17,14-16).
Orar con la Iglesia:
Dirijamos nuestra oración al Padre, confiando en la materna intercesión de María.
-Por la Iglesia: para que, conducida por el Espíritu al conocimiento pleno de la verdad y siguiendo las huellas de María, haga hoy presentes las palabras y las obras de Jesús.
-Por la humanidad: para que, fijando la mirada en Cristo y acogiendo el don del Espíritu, se renueve en la luz de la resurrección y recobre toda esperanza.
-Por cuantos han perdido el sentido de la vida: para que, superando lo negativo, lleguen a descubrir a Cristo resucitado que nos da su Espíritu.
-Por todos los creyentes: para que aprendamos de María a acercarnos a los divinos misterios con la humildad del corazón y la obediencia de la fe.
Oración: Dios, Padre bueno, que acoges siempre las oraciones de los pequeños y humildes, por intercesión de María, te rogamos que nos llenes del Espíritu de tu Hijo para que en todo hagamos tu voluntad. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Benedicto XVI, Ángelus del 26-XI-2006 y 21-XI-2010
En el último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
El evangelio de hoy (Jn 18,33-37) nos propone una parte del dramático interrogatorio al que Poncio Pilato sometió a Jesús, cuando se lo entregaron con la acusación de que había usurpado el título de «rey de los judíos». A las preguntas del gobernador romano, Jesús respondió afirmando que sí era rey, pero no de este mundo. No vino a dominar sobre pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y a reconciliarlos con Dios. Y añadió: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».
Pero ¿cuál es la «verdad» que Cristo vino a testimoniar en el mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: por tanto, esta es la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su vida en el Calvario. La cruz es el «trono» desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del «príncipe de este mundo» (Jn 12,31) e instauró definitivamente el reino de Dios. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos. Entonces el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será «todo en todos» (1 Cor 15,28). El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos; en efecto, toda persona debe acoger libremente la verdad del amor de Dios. Él es amor y verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría. Este es el modo de reinar de Dios; este es su proyecto de salvación, un «misterio» en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia.
A la realeza de Cristo está asociada de modo singularísimo la Virgen María. A ella, humilde joven de Nazaret, Dios le pidió que se convirtiera en la Madre del Mesías, y María correspondió a esta llamada con todo su ser, uniendo su «sí» incondicional al de su Hijo Jesús y haciéndose con él obediente hasta el sacrificio. Por eso Dios la exaltó por encima de toda criatura y Cristo la coronó Reina del cielo y de la tierra. A su intercesión encomendamos la Iglesia y toda la humanidad, para que el amor de Dios reine en todos los corazones y se realice su designio de justicia y de paz.

La solemnidad de Cristo Rey fue instituida por el papa Pío XI en 1925 y más tarde, después del concilio Vaticano II, se colocó al final del año litúrgico. El Evangelio de san Lucas (23,35-43) presenta, como en un gran cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del pueblo y los soldados se burlan del «primogénito de toda la creación» y lo ponen a prueba para ver si tiene poder para salvarse de la muerte. Sin embargo, precisamente «en la cruz, Jesús se encuentra a la "altura" de Dios, que es Amor. Allí se le puede "reconocer". (...) Jesús nos da la "vida" porque nos da a Dios. Puede dárnoslo porque él es uno con Dios» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp. 403-404. 409).
De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad, llega a la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino». De quien «existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten», el llamado «buen ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el reino de los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Con estas palabras Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los hombres con misericordia infinita. San Ambrosio comenta que «es un buen ejemplo de la conversión a la que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más abundante que la petición; de hecho, el Señor -dice san Ambrosio- siempre concede más de lo que se le pide (...). La vida consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino».
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LA PARTICIPACIÓN DE LOS MÁRTIRES
EN LA VICTORIA DE CRISTO CABEZA

De la carta de san Pablo Le-Bao-Tinh, mártir de Vietnam,
a los alumnos del seminario de Ke-Vinh, enviada el año 1843
Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia.
En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo.
Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus miembros.
¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu nombre santo, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor.
Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles, ya que, si llegara a vacilar en el camino, tus enemigos podrían levantar la cabeza con soberbia.
Queridos hermanos, al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Proclame mi alma la grandeza del Señor, se alegre mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humillación de su siervo y desde ahora me felicitarán todas las generaciones futuras,porque es eterna su misericordia.
Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos, porque lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder, y lo despreciable, lo que no cuenta, lo ha escogido Dios para humillar lo elevado. Por mi boca y mi inteligencia humilla a los filósofos, discípulos de los sabios de este mundo, porque es eterna su misericordia.
Os escribo todo esto para que se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón.
En cuanto a vosotros, queridos hermanos, corred de manera que ganéis el premio, haced que la fe sea vuestra coraza y empuñad las armas de Cristo con la derecha y con la izquierda, como enseña san Pablo, mi patrono. Más os vale entrar tuertos o mancos en la vida que ser arrojados fuera con todos los miembros.
Ayudadme con vuestras oraciones para que pueda combatir como es de ley, que pueda combatir bien mi combate y combatirlo hasta el final, corriendo así hasta alcanzar felizmente la meta; en esta vida ya no nos veremos, pero hallaremos la felicidad en el mundo futuro, cuando, ante el trono del Cordero inmaculado, cantaremos juntos sus alabanzas, rebosantes de alegría por el gozo de la victoria para siempre. Amén.
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CÓMO CONOCER EL ESPÍRITU DEL SEÑOR
ADMONICIÓN 12ª DE SAN FRANCISCO

por Kajetan Esser, OFM
INTRODUCCIÓN
En la carta a los Romanos afirma san Pablo que los cristianos son hombres que viven, no según la carne, sino según el Espíritu, porque -continúa diciendo- «los que viven según la carne desean las cosas de la carne; en cambio, los que viven según el Espíritu, desean las cosas del Espíritu. El deseo de la carne es muerte; en cambio, el deseo del Espíritu, vida y paz. Por ello, el deseo de la carne es hostil a Dios, pues no se somete a la ley de Dios; ni puede someterse. Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rom 8,5-9).
Lo que designa aquí el Apóstol con el término «carne», no es tanto el cuerpo humano en oposición al alma, ni tampoco lo sexual, considerado como sede de los bajos instintos, sino, más bien, todo cuanto en el hombre, gravado por el pecado original, es «contrario a Dios», cuanto en nosotros se opone a Él y a su voluntad, es decir, nuestro propio «yo» que, a consecuencia del pecado original, es autocrático, pues su sola voluntad es la suprema ley, arbitrario, vanidoso, caprichoso, y constantemente nos impide ser auténticos siervos y siervas de Dios. Es nuestro «yo», que dice: «Ha de ser como yo quiero, no como quieres », frente a lo que dijo Cristo al Padre: «no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39); nuestro «yo», que no quiere servir a Dios, antes bien querría que todo estuviera a su propio servicio. Por eso, «quien quiere servir a la carne, no puede agradar a Dios». Ahora bien, esto no debe acontecer entre nosotros, los cristianos, «ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros». En efecto, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Mediante el bautismo, el cristiano ha sido liberado de toda dependencia de sí mismo y de la esclavitud del propio «yo»: «No somos deudores de la carne para vivir según la carne», sino hijos de Dios que se dejan guiar «por el Espíritu de Dios» (Rom 8,12.14).
Puesto que Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, cumpliendo así su plegaria: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú», hemos sido redimidos y liberados de la esclavitud de Satanás, y cuánto más de la de nuestro propio «yo» (véase Adm 10). Mediante el bautismo podemos ser personas que se dejan guiar, no por el espíritu del propio «yo», sino por el Espíritu del Señor. A partir del bautismo, y más aún desde la confirmación, está vigente para nosotros la palabra del Apóstol: «¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). No está el cristiano alejado de Dios, en la ribera de su propio «yo», sino íntimamente vinculado a Dios, en la ribera de Dios. Por tanto, no es esclavo del propio «yo», sino siervo de Dios (véase Adm 11). Y ser siervo de Dios significa también ser rey, como reza la Iglesia; significa ser obediente, ser hijo de Dios, dejarse guiar en todo por el Espíritu de Dios, el espíritu de filiación: «el que se une al Señor, es un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17).
Este es el gran don gratuito de la salvación. ¡Tan cerca estamos de Dios, tan íntimamente unidos a Él! El Espíritu de Dios vive en nosotros; somos templos del Espíritu Santo.
Si nos detuviéramos a meditar esta realidad, podríamos perder el aliento. Es verdad: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5). ¿Podremos jamás llegar a comprender plenamente este milagro del amor divino, esta elevación a la vida íntima de Dios, totalmente inmerecida por nuestra parte? ¡Cuán agradecidos tendríamos que ser por estas maravillas realizadas por Dios! ¡No deberíamos aceptarlas con tanta naturalidad e indiferencia! ¡Si nos supiésemos siempre beneficiarios del amor misericordioso de Dios, que se inclina sobre nosotros y quiere elevarnos hasta Él! ¡Agradezcámoselo de palabra y de obra!
¡Y la gratitud de obra es decisiva! Consiste ante todo en «dejarnos guiar por el Espíritu de Dios», en permanecer abiertos a la acción del Espíritu Santo.
Nuestro padre san Francisco comprendió hondamente todo esto y lo hizo vida propia. Su enseñanza sobre el Espíritu del Señor, que debe vencer al espíritu de la carne, es decir, a nuestro propio «yo», es el centro de su doctrina sobre la vida cristiana. Todos sus seguidores deben anhelar, por encima de todo, «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,9).
[Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 48 (1987) 475-481]
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