martes, 17 de enero de 2017

DÍA 17 DE ENERO:SAN ANTONIO ABAD, Santos Espeusipo, Elasipo y Melasipo, hermanos, y su abuela Leonila, etc.



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SAN ANTONIO ABAD. Este ilustre padre del monaquismo nació en Egipto, de padres nobles y acomodados, alrededor del año 250. A la muerte prematura de éstos, quedó al cuidado de una hermana menor y de la hacienda. Siguiendo la llamada de Cristo en el Evangelio, buscó un buen acomodo para su hermana en un grupo de vírgenes y repartió sus bienes entre los pobres, hecho lo cual se retiró a una ermita de las afueras de su pueblo; quince años después marchó a las montañas y finalmente se estableció en el desierto de la Tebaida. Llevó una vida consagrada a la oración y la penitencia, y fue por mucho tiempo terriblemente tentado por el espíritu maligno. La gente acudía a él en busca de consejo y consuelo. Muchos se quedaban a vivir cerca de él, siguiendo su ejemplo. Tuvo numerosos discípulos. Trabajó por el bien de la Iglesia, confortando la fe de los cristianos durante la persecución de Diocleciano, y apoyando a San Atanasio en su lucha contra el arrianismo. Murió el año 356.- Oración: Señor y Dios nuestro, que llamaste al desierto a san Antonio, abad, para que te sirviera con una vida santa, concédenos, por su intercesión, que sepamos negarnos a nosotros mismos para amarte a ti siempre sobre todas las cosas. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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Santos Espeusipo, Elasipo y Melasipo, hermanos, y su abuela Leonila. Mártires de Capadocia (hoy Turquía) en fecha desconocida.
San Jenaro Sánchez Delgadillo. Sacerdote mexicano nacido en Agualele (Jalisco) el año 1886. Después de su ordenación estuvo ejerciendo el ministerio sacerdotal en varias parroquias, hasta que lo destinaron al seminario menor de Colula. Tuvo que pasar a la clandestinidad cuando el gobierno cerró los templos en 1926. Lo apresaron y ahorcaron en Tecolotlán el 17 de enero de 1927. Fue canonizado en el 2000 junto con otros mártires mexicanos.
San Julián Sabas. Asceta que vivió en la región de Edesa (Mesopotamia). Confortó a los cristianos durante la persecución de Juliano el Apóstata y viajó a Antioquía para combatir a los arrianos. Murió el año 377.
San Marcelo. Obispo de Die (Francia). Por defender la fe católica fue desterrado por el rey arriano Eurico.
Santa Rosalina de Villeneuve. Hija de noble familia provenzal, recibió una buena educación cristiana; fue amante y protectora de los pobres y de ella se cuenta el milagro del pan convertido en flores. Se hizo monja cartuja, y pocos años después fue elegida priora de la cartuja de Celle-Roubad, cerca de Fréjus (Provenza), donde murió el año 1329.
San Sulpicio el Piadoso. Miembro de la nobleza de Aquitania, pasó de la corte real a obispo de Bourges (Aquitania). Buen poeta y orador, animó la vida cristiana de su feligresía. Protegió y defendió a su pueblo frente a los abusos de los reyes, y tuvo particular cuidado de los pobres. Murió el año 647. A él está dedicada la iglesia de Saint-Sulpice de París.
Beato Gamelberto. Nació en Baviera (Alemania), de familia rica. Muerto su padre, se ordenó de sacerdote y atendió las parroquias de las tierras paternas. Peregrinó a Roma y, al regreso, llevó vida eremítica, pero ejerciendo el ministerio sacerdotal. Antes de su muerte dejó sus bienes a un tal Utto, a quien había bautizado, para que fundara el monasterio de Metten. Murió el año 802.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
Hermanos: Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad alegres; con los que lloran, llorad. Tened igualdad de trato unos con otros: no tengáis grandes pretensiones, sino poneos al nivel de la gente humilde (Rm 12,14-16).
Pensamiento franciscano:
Dice san Francisco en la Regla: --Atiendan los hermanos a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a los que nos persiguen y reprenden y acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian (1 R 10,8-10).
Orar con la Iglesia:
Elevemos nuestra oración a Dios Padre, de quien procede la reconciliación y el perdón de los pecados:
-Para que la Iglesia sea siempre la casa paterna en la que también los hijos pródigos encuentren amor y acogida.
-Para que la Iglesia sea en toda situación instrumento y espacio de reconciliación y pacificación entre los hombres.
-Para que los cristianos, a la hora de perdonar, seamos fiel imagen del Dios del perdón.
-Para que los ofendidos perdonemos con la generosidad y benevolencia con que Dios nos perdona.
Oración: Concédenos, Padre de bondad, vivir siempre reconciliados y en paz contigo, con nosotros mismos y con nuestros hermanos. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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«AMAD A VUESTROS ENEMIGOS»
Benedicto XVI, Ángelus del 18-II-07
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo contiene una de las expresiones más típicas y fuertes de la predicación de Jesús: «Amad a vuestros enemigos» (Lc 6,27). Está tomada del evangelio de san Lucas, pero se encuentra también en el de san Mateo (Mt 5,44), en el contexto del discurso programático que comienza con las famosas «Bienaventuranzas». Jesús lo pronunció en Galilea, al inicio de su vida pública. Es casi un «manifiesto» presentado a todos, sobre el cual pide la adhesión de sus discípulos, proponiéndoles en términos radicales su modelo de vida.
Pero, ¿cuál es el sentido de esas palabras? ¿Por qué Jesús pide amar a los propios enemigos, o sea, un amor que excede la capacidad humana? En realidad, la propuesta de Cristo es realista, porque tiene en cuenta que en el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto, sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, un plus de bondad. Este «plus» viene de Dios: es su misericordia, que se ha hecho carne en Jesús y es la única que puede «desequilibrar» el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo «mundo» que es el corazón del hombre.
Con razón, esta página evangélica se considera la charta magna de la no violencia cristiana, que no consiste en rendirse ante el mal -según una falsa interpretación de «presentar la otra mejilla» (cf. Lc 6,29)-, sino en responder al mal con el bien (cf. Rm 12,17-21), rompiendo de este modo la cadena de la injusticia. Así, se comprende que para los cristianos la no violencia no es un mero comportamiento táctico, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad.
El amor a los enemigos constituye el núcleo de la «revolución cristiana», revolución que no se basa en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el heroísmo de los «pequeños», que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma, que comenzará el próximo miércoles con el rito de la Ceniza, es el tiempo favorable en el cual todos los cristianos son invitados a convertirse cada vez más profundamente al amor de Cristo. Pidamos a la Virgen María, dócil discípula del Redentor, que nos ayude a dejarnos conquistar sin reservas por ese amor, a aprender a amar como él nos ha amado, para ser misericordiosos como es misericordioso nuestro Padre que está en los cielos (cf. Lc 6,36).
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LA VOCACIÓN DE SAN ANTONIO
De la "Vida de san Antonio" escrita por san Atanasio
Cuando murieron sus padres, Antonio tenía unos dieciocho o veinte años, y quedó él solo con su única hermana, pequeña aún, teniendo que encargarse de la casa y del cuidado de su hermana.
Habían transcurrido apenas seis meses de la muerte de sus padres, cuando un día en que se dirigía, según costumbre, a la iglesia, iba pensando en su interior cómo los apóstoles lo habían dejado todo para seguir al Salvador, y cómo, según narran los Hechos de los apóstoles, muchos vendían sus posesiones y ponían el precio de la venta a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre los pobres; pensaba también en la magnitud de la esperanza que para éstos estaba reservada en el cielo; imbuido de estos pensamientos, entró en la iglesia, y dio la casualidad de que en aquel momento estaban leyendo aquellas palabras del Señor en el Evangelio: «Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo».
Entonces Antonio, como si Dios le hubiese infundido el recuerdo de lo que habían hecho los santos y como si aquellas palabras hubiesen sido leídas especialmente para él, salió en seguida de la iglesia e hizo donación a los aldeanos de las posesiones heredadas de sus padres (tenía trescientas parcelas fértiles y muy hermosas), con el fin de evitar toda inquietud para sí y para su hermana. Vendió también todos sus bienes muebles y repartió entre los pobres la considerable cantidad resultante de esta venta, reservando sólo una pequeña parte para su hermana.
Habiendo vuelto a entrar en la iglesia, oyó aquellas palabras del Señor en el Evangelio: «No os agobiéis por el mañana».
Saliendo otra vez, dio a los necesitados incluso lo poco que se había reservado, ya que no soportaba que quedase en su poder ni la más mínima cantidad. Encomendó su hermana a unas vírgenes que él sabía eran de confianza y cuidó de que recibiese una conveniente educación: en cuanto a él, a partir de entonces, libre ya de cuidados ajenos, emprendió enfrente de su misma casa una vida de ascetismo y de intensa mortificación.
Trabajaba con sus propias manos, ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: El que no trabaja que no coma; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba parte a su propio sustento, parte a los pobres.
Oraba con mucha frecuencia, ya que había aprendido que es necesario retirarse para ser constantes en orar: en efecto, ponía tanta atención en la lectura, que retenía todo lo que había leído, hasta tal punto que llegó un momento en que su memoria suplía los libros.
Todos los habitantes del lugar, y todos los hombres honrados, cuya compañía frecuentaba, al ver su conducta, lo llamaban amigo de Dios; y todos lo amaban como a un hijo o como a un hermano.
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REFLEJAR LA MIRADA DEL SEÑORpor Martín Steiner, o.f.m.
Es cierto que en Francisco se encuentran también otros acentos, además del de la Carta a un Ministro. En la Carta a toda la Orden, Francisco se subleva contra los hermanos que rehúsan observar la Regla o celebrar el Oficio como prescribe la Regla: «No los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles hasta que se arrepientan» (CtaO 44; cf. vv. 40-46). Hemos de confesar que, a primera vista, resulta difícil concebir una actitud más opuesta a la que él mismo pedía tan insistentemente en la Carta a un Ministro. Por otra parte, difícil sería imaginar castigo mayor que el quedar excluido de la mirada de Francisco. ¿Bastará para explicar semejante diferencia de tono recordar que la Carta a un Ministro, escrita ciertamente antes de 1223, es anterior a la Carta a toda la Orden, redactada probablemente el año mismo de la muerte de Francisco? Ante los abusos graves y repetidos, ¿se habría endurecido Francisco? La eventual parte de verdad que haya en esta explicación me parece mínima.
En realidad, Francisco no contempla la misma situación en ambos escritos: en la Carta a un Ministro habla, como prueba todo el contexto, de hermanos faltos de delicadeza, difíciles, llenos de defectos. Para con éstos, la misericordia debe emplearse a fondo. La Carta a toda la Ordenevoca el caso de hermanos que andan vagando fuera de toda obediencia, que rechazan las prescripciones de la Regla que han prometido observar o que se niegan a celebrar el Oficio. Francisco, en el fondo, comprueba que no son católicos (el rezo del Oficio fue siempre para él un signo necesario de la profesión de fe católica) y que ya no son hermanos suyos (puesto que reniegan de la Regla cuya común profesión los había hecho hermanos a ellos y a él). No estamos ya en presencia de hermanos llenos de debilidades y de defectos, sino de hombres que se han separado ellos mismos de la fraternidad al violar los compromisos que habían asumido. A la espera de que se arrepientan, hagan penitencia y se conviertan de nuevo, Francisco saca la conclusión lógica de su actitud: no quiere verlos ni hablarles. En resumen: sin querer negar que existe una cierta tensión entre las afirmaciones de las dos cartas, hay que reconocer, al menos, que, fundamentalmente, las situaciones contempladas son diferentes.
En la mirada que los hermanos se dirigen unos a otros, se da necesariamente siempre esa tensión. Su mirada expresa siempre a la vez la misericordia, el aliento y estímulo, la invitación a comenzar de nuevo, y también la vigilancia, pues todos son responsables del mantenimiento de la «rectitud de nuestra vida» (1 R 5,4). Así, los Ministros deben «visitar frecuentemente» a sus hermanos, ir a verles, para amonestarlos y animarlos espiritualmente (1 R 4,2). Los hermanos, por su parte, deben «considerar razonable y atentamente la conducta de los ministros y siervos; y si vieren que alguno de ellos se comporta carnal y no espiritualmente en conformidad con nuestra vida», tendrían que seguir todo un proceso para conducirlo a cambiar de orientación (1 R 5,3-4). Podríamos citar otros ejemplos. Esta manera de unir misericordia y aliento, por una parte, exigencia y rigor, por otra, está en profunda conformidad con el Evangelio. Caracteriza la mirada del Señor mismo, con la que comulga Francisco. En último análisis, sin embargo, la misericordia debe prevalecer siempre. Francisco lo justifica con el mismo argumento que el Señor empleaba frente a sus detractores: «No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos» (1 R 5,8; CtaM 15=Mt 9,12).
Cuando los hermanos van por el mundo, su mirada debe también reflejar la de su Salvador, quien no vino al mundo para juzgar o condenar, sino para salvar y traernos la ternura del Padre: «Amonesto y exhorto a todos ellos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que visten de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y despréciese a sí mismo» (2 R 2,17; cf. 3,10-11; 1 R 11).
La mirada del Hermano Menor debe expresar su negativa a juzgar (Francisco insiste en ello con frecuencia); la actitud acogedora hacia todos y cada uno, reconocido por sí mismo, tal cual es, con su aportación personal; el respeto a todo hombre, cualquiera que sea su raza, su clase social, incluso su mérito o demérito; la confianza depositada en todos y cada uno, porque Dios, el autor de todo bien, está actuando en cualquiera para suscitar en él transformaciones sorprendentes; la disponibilidad al servicio de todos.
No podemos ahora desarrollar más el tema. Se trata, en definitiva, de la mirada de aquel que está habitado por la convicción que animaba a Jesús mismo en todo encuentro: todo ser, cada ser es amado por Dios; ha salido del mismo amor del Padre que crea y sostiene a todos los hombres; tiene, de parte de Dios, una riqueza única que compartir; esta vocación es más importante que todos sus inevitables defectos; mediante todo mi modo de ser, es necesario que yo lo estimule a realizar esa vocación para que, también por él, se construya el Reino de Dios.
 
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