viernes, 20 de enero de 2017

DÍA 20 DE ENERO: SAN SEBASTIÁN, SAN FABIÁN, SANTA EUSTOQUIA CALAFATO, etc


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SANTOS FRUCTUOSO, EULOGIO Y AUGURIO. Véase el 21 de enero, fecha de su muerte.
SAN FABIÁN. Papa y mártir. Siendo aún laico cristiano, fue elegido obispo de la Iglesia de Roma el año 236, y recibió la corona del martirio el año 250, al comienzo de la persecución de Decio, como atestigua su amigo san Cipriano. Promovió, consolidó y desarrolló la vida de la Iglesia, dando un gran prestigio al Papado. Dividió Roma en siete diaconías para una mejor asistencia a los pobres. Fue sepultado en las catacumbas de Calixto.-Oración: Dios todopoderoso, glorificador de tus sacerdotes, concédenos por intercesión de san Fabián, papa y mártir, progresar cada día en la comunión de su misma fe y en el deseo de servirte cada vez con mayor generosidad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
SAN SEBASTIÁN. Oriundo de Narbona, hijo de familia cristiana, creció y fue educado en Milán. De joven siguió a su padre en la carrera militar. Marchó a Roma, donde recrudecía la persecución por causa de la fe, para confortar a los cristianos. Durante algún tiempo gozó de la amistad de los emperadores Diocleciano y Maximiano, que le confiaron cargos de responsabilidad; pero, a principios del siglo IV, descubrieron su condición de cristiano, a la que no quiso renunciar, por lo que Maximiano lo condenó a morir asaetado en el campo, atado a un árbol. Lo dieron por muerto, pero no lo estaba, y una matrona romana lo recogió y curó. Volvió Sebastián a proclamar en público su fe en Cristo y a rechazar el paganismo, por lo que Diocleciano lo condenó, hacia el año 304, a ser azotado hasta la muerte. Su sepulcro, muy honrado desde antiguo, se encuentra en las catacumbas de la vía Apia que llevan su nombre.- Oración: Te rogamos, Señor, nos concedas el espíritu de fortaleza para que, alentados por el ejemplo glorioso de tu mártir san Sebastián, aprendamos a someternos a ti antes que a los hombres. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
SANTA EUSTOQUIA CALAFATO. Nació en Mesina (Sicilia) de familia noble el año 1434. Recibió de su madre la formación cristiana y una profunda devoción al franciscanismo renovador capitaneado por san Bernardino de Siena. Su padre quiso casarla, pero la providencia la condujo por otros caminos y, superadas muchas dificultades, ingresó a los 15 años en las Clarisas, entre las que pronto destacó por sus virtudes. Deseosa de una vida más ajustada a la Regla de Santa Clara, fundó el monasterio de Montevergine en Mesina, en el que pronto floreció el espíritu genuino de san Francisco y santa Clara, y en el que se multiplicaron las vocaciones, a las que ella, siendo abadesa, dirigió y formó con su palabra y su ejemplo. Profesó una especial devoción a la Eucaristía, a la Pasión de Cristo y a la Virgen. Murió el 20 de enero de 1485. La canonizó Juan Pablo II en 1988. La familia franciscana celebra su fiesta el 19 de enero.
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San Ascla o Askala. Por no querer renegar de su fe en Cristo, fue martirizado; después de crueles torturas lo arrojaron al río en Antinoo (Tebaida, Egipto), en el siglo IV.
San Enrique de Upsala. Era clérigo ingles y acompañó al legado pontificio enviado a los países escandinavos para organizar allí la Iglesia. Nombrado obispo de Upsala, se entregó a la formación cristiana de su pueblo hasta que, acompañando a su rey se trasladó a Finlandia y fijó su sede en Turku, donde se dedicó a la conversión de los paganos. Lo asesinó en 1160 un cristiano homicida al que había excomulgado.
San Esteban Min Kuk-ka. Catequista coreano, seglar, que, detenido a causa de su fe, se negó a apostatar, por lo que fue decapitado en una cárcel de Seúl el año 1840.
San Eutimio. Sacerdote y abad, de origen armenio y consagrado a Dios desde la infancia, marchó a Jerusalén y luego se trasladó al desierto de Palestina, donde vivió en soledad y se hizo célebre por su humildad, caridad y observancia de la disciplina monástica. Murió el año 473.
Santa María Cristina de la Inmaculada. Virgen napolitana, desde niña quiso consagrarse a Dios, y para ello ingresó en las clarisas y luego en las sacramentinas, pero las enfermedades la devolvieron al siglo. Encontró buenos consejeros, entre ellos el beato Ludovico de Casoria, franciscano, que la orientaron a experiencias que culminaron en la fundación de las Religiosas Víctimas Expiatorias de Jesús Sacramentado, términos que expresan su devoción y su espiritualidad. Murió en Casoria (Italia) en 1906. Canonizada el 17-V-2015.
San Neófito. Mártir de Nicea, en Bitinia (hoy Turquía), a comienzos del siglo IV. Según la tradición, siendo muy joven se presentó al juez, ante quien confesó su fe cristiana.
San Vulstano. Primero monje y luego obispo de Worcester (Inglaterra), supo armonizar las costumbres monásticas y el celo pastoral. Se dedicó a visitar las parroquias, promover la reparación y construcción de iglesias, favorecer y fomentar la cultura, ayudar y servir humildemente a los pobres, y combatir el tráfico de esclavos. Murió en su sede el año 1095.
Beato Ángel Paoli. Nació en Lunigiana (Massa Carrara, Italia) el año 1642. Hecho el noviciado, profesó en los Carmelitas de la Antigua Observancia en 1661. Celebró su primera misa el 7-I-1667. Estuvo en diversos conventos de Toscana hasta que, en 1687, lo destinaron a Roma. De él dice Benedicto XVI: «Fue apóstol de la caridad en Roma, llamado "padre de los pobres". Se dedicó especialmente a los enfermos del Hospital de San Juan, ocupándose también de los convalecientes. Su apostolado obtenía fuerza de la Eucaristía y de la devoción a la Virgen del Carmen, así como de una intensa vida de penitencia». Murió en Roma el 20-I-1720. Beatificado en 2010.
Beato Basilio-Antonio-María Moreau. Nació cerca de Le Mans (Francia), y en 1821 fue ordenado de sacerdote diocesano. Excelente predicador, hombre de acción y de oración a la vez, fundó dos institutos estrechamente vinculados: los Sacerdotes de la Santa Cruz, y las Hermanas de la Santa Cruz. Murió en Le Mans el 20 de enero de 1873. Fue beatificado el año 2007.
Beato Benito Ricasoli. Monje y ermitaño de la congregación de Valleumbrosa. Murió en la abadía de Coltibuono (Toscana) el año 1107.
Beato Cipriano Miguel Iwene Tansi. Nació el año 1903 en Nigeria, de la tribu de los Igbo. Ordenado de sacerdote en 1937, se entregó a la evangelización de su pueblo, ayudando a superar supersticiones e injusticias tradicionales. Secundando el deseo del obispo, tener una experiencia monástica en su diócesis, marchó a Inglaterra e ingresó el año 1950 en la abadía trapense de Mount St. Bernard. En 1964, de viaje a Camerún para fundar allí una comunidad monástica, murió en Leicester (Inglaterra).
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
En la Última Cena con sus discípulos, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró diciendo: --Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,20-21).
Pensamiento franciscano:
Dice san Francisco en su Cántico al Hermano Sol: --Altísimo, omnipotente, buen Señor, / tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición. // A ti solo, Altísimo, corresponden, / y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
Orar con la Iglesia:
Que nuestra voz y nuestro corazón se unan a la oración de todos los cristianos, para pedir a Dios nuestro Padre que seamos un solo rebaño bajo un solo Pastor:
-Para que la Iglesia católica reconozca con humildad sus culpas ante los demás cristianos y esté dispuesta a perdonar las ofensas que de ellos haya recibido.
-Para que el Papa y los obispos vivan en comunión de amor con todos los cristianos.
-Para que los obispos y los sacerdotes de todas las confesiones cristianas guíen a sus fieles hacia la unidad en el amor y la verdad.
-Para que nuestra fidelidad al Evangelio nos purifique de todo sectarismo y nos lleve a amar a quienes no piensan como nosotros.
Oración: Dios, Padre bueno, que quieres la unión de todos tus hijos, haz que los lazos de la caridad que brotan de haber recibido un mismo bautismo, nos unan en la plenitud de la fe. Te lo pedimos, por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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ORAR SIN CESAR POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS
Benedicto XVI, Ángelus del 20-I-08
Queridos hermanos y hermanas: Hace dos días comenzamos la Semana de oración por la unidad de los cristianos, durante la cual católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes, conscientes de que sus divisiones constituyen un obstáculo para la acogida del Evangelio, imploran juntos al Señor, de modo aún más intenso, el don de la comunión plena. Esta iniciativa providencial nació hace cien años, cuando el padre Paul Wattson inició el «Octavario» de oración por la unidad de todos los discípulos de Cristo. Por eso hoy están presentes en la plaza de San Pedro los hijos y las hijas espirituales del padre Wattson, los hermanos y las hermanas del Atonement, a quienes saludo cordialmente y animo a proseguir en su especial entrega a la causa de la unidad.
Todos tenemos el deber de orar y trabajar por la superación de las divisiones entre los cristianos, respondiendo al anhelo de Cristo: «Ut unum sint», «que sean uno». La oración, la conversión del corazón y el fortalecimiento de los vínculos de comunión constituyen la esencia de este movimiento espiritual, que esperamos lleve pronto a los discípulos de Cristo a la celebración común de la Eucaristía, manifestación de su unidad.
El tema bíblico de este año es significativo: «Orad sin cesar» (1 Ts 5,17). San Pablo se dirige a la comunidad de Tesalónica, que vivía en su seno discordias y conflictos, para recordar con fuerza algunas actitudes fundamentales, entre las cuales destaca precisamente la oración incesante. Con esta invitación, quiere hacer comprender que de la nueva vida en Cristo y en el Espíritu Santo proviene la capacidad de superar todo egoísmo, de vivir juntos en paz y en unión fraterna, de llevar cada uno, de buen grado, las cargas y los sufrimientos de los demás.
Jamás nos debemos cansar de orar por la unidad de los cristianos. Cuando Jesús, durante la última Cena, oró para que los suyos «sean uno», tenía en la mente una finalidad precisa: «para que el mundo crea» (Jn 17,21). Por tanto, la misión evangelizadora de la Iglesia pasa por el camino ecuménico, el camino de la unidad de fe, del testimonio evangélico y de la auténtica fraternidad.
Como todos los años, el viernes próximo, día 25 de enero, iré a la basílica de San Pablo extramuros para concluir, con las Vísperas solemnes, la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Invito a los romanos y a los peregrinos a unirse a mí y a los cristianos de las Iglesias y comunidades eclesiales que participarán en la celebración para implorar de Dios el don valioso de la reconciliación entre todos los bautizados.
La santa Madre de Dios obtenga del Señor para todos sus discípulos la abundancia del Espíritu Santo, de modo que juntos podamos llegar a la unidad perfecta y dar así el testimonio de fe y de vida que el mundo necesita con urgencia.
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SOBRE EL MARTIRIO DE SAN FABIÁN
De las cartas de san Cipriano y de la Iglesia de Roma
San Cipriano, al enterarse con certeza de la muerte del papa Fabián, envió esta carta a los presbíteros y diáconos de Roma:
«Hermanos muy amados: Circulaba entre nosotros un rumor no confirmado acerca de la muerte de mi excelente compañero en el episcopado, y estábamos en la incertidumbre, hasta que llegó a nosotros la carta que habéis mandado por manos del subdiácono Cremencio; gracias a ella, he tenido un detallado conocimiento del glorioso martirio de vuestro obispo y me he alegrado en gran manera al ver cómo su ministerio intachable ha culminado en una santa muerte.
»Por esto, os felicito sinceramente por rendir a su memoria un testimonio tan unánime y esclarecido, ya que, por medio de vosotros, hemos conocido el recuerdo glorioso que guardáis de vuestro pastor, que a nosotros nos da ejemplo de fe y de fortaleza.
»En efecto, así como la caída de un pastor es un ejemplo pernicioso que induce a sus fieles a seguir el mismo camino, así también es sumamente provechoso y saludable el testimonio de firmeza en la fe que da un obispo».
La Iglesia de Roma, según parece, antes de que recibiera esta carta, había mandado otra a la Iglesia de Cartago, en la que daba testimonio de su fidelidad en medio de la persecución, con estas palabras:
«La Iglesia se mantiene firme en la fe, aunque algunos, atenazados por el miedo -ya sea porque eran personas distinguidas, ya porque, al ser apresados, se dejaron vencer por el temor de los hombres--, han apostatado; a estos tales no los hemos abandonado ni dejado solos, sino que los hemos animado y los exhortamos a que se arrepientan, para que obtengan el perdón de aquel que puede dárselo, no fuera a suceder que, al sentirse abandonados, su ruina fuera aún mayor.
»Ved, pues, hermanos, que vosotros debéis obrar también de igual manera, y así los que antes han caído, al ser ahora fortalecidos por vuestras exhortaciones, si vuelven a ser apresados, darán testimonio de su fe y podrán reparar el error pasado. Igualmente debéis poner en práctica esto que os decimos a continuación: si aquellos que han sucumbido en la prueba se ponen enfermos y se arrepienten de lo que hicieron y desean la comunión, debéis atender a su deseo. También las viudas y los necesitados que no pueden valerse por sí mismos, los encarcelados, los que han sido arrojados de sus casas deben hallar quien los ayude; asimismo los catecúmenos, si les sorprende la enfermedad, no han de verse defraudados en su esperanza de ayuda.
»Os mandan saludos los hermanos que están en prisión, los presbíteros y toda la Iglesia, la cual vela con gran solicitud por todos los que invocan el nombre del Señor. Y también os pedimos que, por vuestra parte, os acordéis de nosotros».
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LA ORACIÓN DE UN CORAZÓN PURO (III)
por Eloi Leclerc, o.f.m.
El corazón puro constituye un abismo de atención al misterio de Dios unido a un desasimiento total de sí mismo.
No obstante, debemos estudiar la relación entre el corazón puro y la admiración en un sentido más profundo. Pues el corazón se purifica y se desembaraza de sí mismo precisamente en la adoración. El desprendimiento profundo del propio yo, que nos sitúa en la línea de la atención de Dios, se produce realmente gracias a la admiración y maravilla del corazón humano, esenciales al acto mismo de adoración. Sólo el asombro y la admiración libran al hombre del repliegue sobre sí mismo. Si leemos las Alabanzas al Dios altísimo, destinadas a fray León, o el capítulo 23 de laprimera Regla, nos convenceremos de que el corazón puro, según san Francisco, es el que se maravilla de Dios hasta el punto de no volver sobre sí mismo. Estos textos son la expresión de un deslumbramiento que provoca en el hombre la conversión total.
Queda con esto indicada la profundidad del acto de adoración y la importancia que en este acto corresponde a la admiración. El verbo «adorar» se ha empleado frecuentemente con poca propiedad. Sin hablar del uso publicitario de la palabra (por ejemplo, cuando decimos: «adoro los perfumes»), hemos de reconocer que cierto lenguaje religioso ha contribuido a vaciar la expresión de su significado propiamente sagrado. En consecuencia, para muchos cristianos, el acto de adoración equivale a un ejercicio más de piedad entre los muchos que conocemos y, por cierto, de escasa significación. Francisco posee del acto de adoración un concepto completamente distinto. Para él, la adoración es el gran negocio que acapara al hombre hasta sus raíces y lo vuelve con todas las fuerzas de su capacidad admirativa hacia su Oriente, hacia su Dios vivo y verdadero.
Intentemos penetrar un poco más en esa visión maravillosa de Dios. Para Francisco, adorar es, ante todo, dejar a Dios ser Dios. Nada más significativo a este respecto que los calificativos que emplea para designar a Dios. Le llama «Altísimo», «Todopoderoso», «Sumo Dios», «Santísimo», etc. Un cúmulo de expresiones que traducen el reconocimiento de una dimensión inaccesible al hombre como tal. Por todas partes en sus Escritos encontramos este significado del misterio de Dios: «No somos dignos de nombrarte..., de hacer de ti mención» (1 R 23,5; Cant 2).
No obstante, el sentido de la Trascendencia no tiene aquí nada de abrumador. Todo se resuelve, por el contrario, en una acción de gracias. La Trascendencia de Dios, tal como la contempla Francisco, no tiene nada que ver con la de los filósofos; no es una Trascendencia lejana y replegada sobre sí misma, ya que se ha manifestado en Jesucristo, en el misterio de la Encarnación. Y, como tal, la Encarnación es inseparable de lo que Francisco llama: «la humildad de Dios». El Altísimo, el Ser Absoluto, el Todopoderoso se ha revelado como el más próximo y el más humilde en la humanidad del Hijo de Dios. Y esto no significa en Francisco un mero accidente. Este movimiento del más alto hacia el más bajo, del más rico hacia el más pobre, del santo hacia el pecador, constituye el ser mismo de Dios, es el Ágape. Todo el misterio de Dios se encierra ahí y esto es lo que provoca en Francisco una admiración sin fin. En la Carta a todos los fieles escribe: «Él, siendo rico, quiso sobre todas las cosas elegir, con la beatísima Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo» (2CtaF 5). La Trascendencia de Dios no hemos de buscarla en otra parte, pues se revela en este misterio de humildad y de amor.
Francisco contempla maravillado la «humildad de Cristo» no sólo como un hecho pasado que se realizó en la vida de Jesucristo, sino como un misterio permanente que se actualiza de modo sensible en la Eucaristía. «¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote... Y de este modo siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,15-22). «¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero» (CtaO 27-29). El misterio de la Encarnación, considerado como revelación de la humildad de Dios y de su Ágape, se prolonga, según Francisco, en el misterio eucarístico. Y, por ello, la Eucaristía será el centro de su contemplación maravillosa de Dios.
Esta es la oración de un corazón puro, cuyo carácter esencialmente lírico se adivina con facilidad. La adoración se vuelve celebración y canto. Los Escritos de San Francisco nos ofrecen muchos ejemplos de estas efusiones líricas, como el maravilloso capítulo 23 de la primera Regla, en el que Francisco canta a Dios celebrando su designio creador y redentor: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios..., por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales...» (1 R 23,1). «Por ti mismo»... la esencia misma de Dios, su misterio de amor se encuentran en el corazón de esta acción de gracias. Idéntica inspiración e igual efusión encontramos en las Alabanzas al Dios altísimo, entregadas a fray León, donde el canto del alma se despliega en forma de letanías. No creamos que se trata meramente de una simple expresión de entusiasmo pasajero. Este canto asciende de las profundidades de una existencia purificada y abierta a la gran admiración.
 

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