lunes, 23 de enero de 2017

DÍA 23 DE ENERO SAN ILDEFONSO. Nació en Toledo, de noble familia, sobre el año 606. De joven estuvo en Sevilla estudiando junto a san Isidoro. Vuelto a su ciudad natal, profesó pronto en el monasterio de Agalí, en las afueras de Toledo, uno de los más insignes de la España visigoda, del que llegó a ser abad. El año 657, a la muerte de su tío san Eugenio, lo eligieron para sucederle en la silla metropolitana. Pastor celoso, reformador, lleno de espíritu de sabiduría y prudencia, desarrolló una gran labor catequética. Escribió magníficos tratados de teología y libros litúrgicos; su obra "De viris illustribus" es como una continuación de las "Etimologías" de san Isidoro. Destacó por su devoción a la Virgen María, cuya virginidad perpetua defendió. Según la tradición, la Virgen se le apareció en la catedral, alabó su labor y le regaló una casulla preciosa. Murió el 23 de enero del año 667. Su cuerpo fue trasladado a Zamora.- Oración: Dios todopoderoso, que hiciste a san Ildefonso insigne defensor de la virginidad de María, concede a los que creemos en este privilegio de la Madre de tu Hijo sentirnos amparados por su poderosa y materna intercesión. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén. SANTA MARIANA COPE DE MOLOKAI. Nació en Heppenheim (Alemania) en 1838. Al año siguiente su familia emigró a Estados Unidos y se estableció en Útica. A los 15 años quiso entrar en el convento, pero tuvo que trabajar para ayudar económicamente a los suyos. En 1862 ingresó en las religiosas de la Tercera Orden de San Francisco de Syracuse (N. Y., USA). Trabajó para pobres y emigrantes en colegios y hospitales de su Congregación, en la que asumió cargos de gran responsabilidad. En 1883 marchó a las islas Hawai, para atender a los leprosos. Allí, en situaciones extremas, se consagró al cuidado de pobres y enfermos, promocionó la vida, productividad y trabajo de la gente, organizó hospitales, colaboró en la obra del padre Damián y la continuó, y así, durante 35 años, amó y sirvió a los leprosos en las islas de Maui y Molokai, donde murió el 9 de agosto de 1918. Fue beatificada el año 2005 por Benedicto XVI, quien estableció que su memoria se celebre el 23 de enero. Canonizada el 21-X-2012. [Más información] * * * San Amasio. Obispo de Teano (Italia). Se considera que procedía de Oriente, y que fue enviado por el papa Julio I a predicar en la Campania la fe católica, defendiendo la divinidad de Cristo frente al arrianismo. Murió hacia el año 356. San Andrés Chong Hwa Gyong. Catequista y mártir coreano. Durante la persecución estatal, ayudó al santo obispo Lorenzo Imbert y convirtió su casa en refugio de cristianos, por lo que fue perseguido, sometido a crueles tormentos y finalmente estrangulado en la cárcel de Seúl el año 1840. Santos Clemente, obispo, y Agatángelo. Sufrieron el martirio a principios del siglo IV, durante la persecución del emperador Diocleciano, cerca de Ancara, la actual capital de Turquía. Santa Emerenciana. Sufrió el martirio en Roma hacia el año 304, y fue sepultada en la vía Nomentana, en el cementerio Mayor, cerca del sepulcro de santa Inés. San Maimbodo. Fue un irlandés que, en el siglo VIII, se hizo peregrino y luego vivió como ermitaño en Dampierre, territorio de Besançon (Francia). Lo asesinaron unos ladrones. Santos Severiano y Áquila. Esposos y mártires que, en el siglo III, fueron quemados vivos en Cesarea de Mauritania (Argelia) a causa de su fe cristiana. Beato Arnoldo Cirilo. Nació en Viladomat (Gerona) en 1890. Profesó en los Hermanos de las Escuelas Cristianas en 1909. Su último destino fue Mollerusa (Lérida). Como religioso y como apóstol manifestó profunda piedad, estricta regularidad y gran celo; profesó especial devoción a san José. Cuando estalló la persecución religiosa, los milicianos obligaron a desalojar la casa de Mollerusa, la saquearon y se ensañaron con los símbolos religiosos. Él buscó refugio, lo detuvieron y fue a parar a Lérida, a una iglesia convertida en cárcel. El 23 de enero de 1937 lo sacaron y lo fusilaron en el cementerio de la ciudad. Beatificado el 13-X-2013. PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: San Pablo escribe a los Efesios: --Hermanos, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, entre todos y en todos (Ef 4,3-6). Pensamiento franciscano: Dice san Francisco en su Regla: --Guárdense todos los hermanos de turbarse o airarse por el pecado o mal de algún otro hermano, porque el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo; por el contrario, ayuden espiritualmente como mejor puedan al que pecó, porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal (1 R 5,7-8). Orar con la Iglesia: Oremos al Padre, Dios de todo consuelo, por la unidad de todos los cristianos, y pidámosle: -Que nos dé un corazón sensible ante los sufrimientos y preocupaciones de todas las Iglesias. -Que las relaciones entre los cristianos de las diferentes confesiones estén inspiradas en nuestra condición de hijos de un mismo Padre. -Que todos cuantos creemos en Cristo seamos testigos fieles de su Evangelio en nuestras palabras y en el trato mutuo. -Que en el amor, que es Dios, no juzguemos y condenemos a los demás, sino que les ofrezcamos nuestra acogida y afecto fraterno. Oración: Escucha Padre la oración de tus hijos y concédenos vivir en la paz que tu Hijo nos dejó a todos como herencia. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. * * * LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS, DON DEL ESPÍRITU De la Homilía de Benedicto XVI el 25-I-06 Queridos hermanos y hermanas: La aspiración de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles a la unidad, y la fuerza para realizarla, son un don del Espíritu Santo y son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio (cf. Ut unum sint, 15). Somos conscientes de que en la base del compromiso ecuménico se encuentra la conversión del corazón, como afirma claramente el concilio Vaticano II: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad» (Unitatis redintegratio, 7). «Deus caritas est», «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). Sobre esta sólida roca se apoya toda la fe de la Iglesia. En particular, se basa en ella la paciente búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo: fijando la mirada en esta verdad, cumbre de la revelación divina, las divisiones, aunque conserven su dolorosa gravedad, parecen superables y no nos desalientan. El Señor Jesús, que con la sangre de su Pasión derribó «el muro de separación», «la enemistad» (Ef 2,14), ciertamente concederá a los que lo invocan con fe la fuerza para cicatrizar cualquier herida. Pero es preciso recomenzar siempre desde aquí: «Deus caritas est». El auténtico amor no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que no se impone desde fuera; más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto. Es el misterio de la comunión, que, como une al hombre y la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, forma a la Iglesia como comunidad de amor, juntando en la unidad a una multiforme riqueza de dones, de tradiciones. Al servicio de esa unidad de amor está la Iglesia de Roma, que, según la expresión de san Ignacio de Antioquía, «preside en la caridad» (Ad Rom., 1,1). Las dos breves lecturas bíblicas de la liturgia vespertina de hoy están profundamente unidas por el tema del amor. En la primera, la caridad divina es la fuerza que transforma la vida de Saulo de Tarso y lo convierte en el Apóstol de las gentes. Escribiendo a los cristianos de Corinto, san Pablo confiesa que la gracia de Dios ha obrado en él el acontecimiento extraordinario de la conversión: «Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí» (1 Co 15,10). Por una parte, siente el peso de haber impedido la difusión del mensaje de Cristo, pero al mismo tiempo vive con la alegría de haberse encontrado con el Señor resucitado y haber sido iluminado y transformado por su luz. Recuerda constantemente ese acontecimiento que cambió su existencia, acontecimiento tan importante para la Iglesia entera, que en los Hechos de los Apóstoles se hace referencia a él tres veces (cf. Hch 9,3-9; 22,6-11; 26,12-18). En el camino de Damasco, Saulo escuchó la desconcertante pregunta: «¿Por qué me persigues?». Cayendo en tierra, turbado en su interior, preguntó: «¿Quién eres, Señor?», y obtuvo la respuesta que está en la raíz de su conversión: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,4-5). Pablo comprendió en un instante lo que después expresaría en sus escritos: que la Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Así, de perseguidor de los cristianos se convirtió en el Apóstol de las gentes. En el pasaje evangélico de san Mateo que se acaba de proclamar, el amor actúa como principio de unión de los cristianos y hace que su oración unánime sea escuchada por el Padre celestial. Dice Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, se lo concederá mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,19). El verbo que usa el evangelista para decir «se ponen de acuerdo» es synphonesosin, que encierra la referencia a una «sinfonía» de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. Así pues, el acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial. El pedir juntos implica ya un paso hacia la unidad entre los que piden. Ciertamente, eso no significa que la respuesta de Dios esté, de alguna forma, determinada por nuestra petición. Como sabemos bien, la anhelada realización de la unidad depende, en primer lugar, de la voluntad de Dios, cuyo designio y cuya generosidad superan la comprensión del hombre e incluso sus peticiones y expectativas. Precisamente contando con la bondad divina, intensifiquemos nuestra oración común por la unidad, que es un medio necesario y muy eficaz, como recordó Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint: «En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo» (n. 22). Analizando más profundamente estos versículos evangélicos, comprendemos mejor la razón por la cual el Padre acogerá positivamente la petición de la comunidad cristiana: «Porque -dice Jesús- donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Es la presencia de Cristo la que hace eficaz la oración común de los que se reúnen en su nombre. * * * EN EL BAUTISMO, CRISTO ES QUIEN BAUTIZA Del "Libro sobre el conocimiento de bautismo" de san Ildefonso de Toledo Vino el Señor para ser bautizado por el siervo. Por humildad, el siervo lo apartaba, diciendo: Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Pero, por justicia, el Señor se lo ordenó, respondiendo: Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere. Después de esto, declinó el bautismo de Juan, que era bautismo de penitencia y sombra de la verdad, y empezó el bautismo de Cristo, que es la verdad, en el cual se obtiene la remisión de los pecados, aun cuando no bautizase Cristo, sino sus discípulos. En este caso, bautiza Cristo, pero no bautiza. Y las dos cosas son verdaderas: bautiza Cristo, porque es él quien purifica, pero no bautiza, porque no es él quien baña. Sus discípulos, en aquel tiempo, ponían las acciones corporales de su ministerio, como hacen también ahora los ministros, pero Cristo ponía el auxilio de su majestad divina. Nunca deja de bautizar el que no cesa de purificar; y, así, hasta el fin de los siglos, Cristo es el que bautiza, porque es siempre él quien purifica. Por tanto, que el hombre se acerque con fe al humilde ministro, ya que éste está respaldado por tan gran maestro. El maestro es Cristo. Y la eficacia de este sacramento reside no en las acciones del ministro, sino en el poder del maestro, que es Cristo. * * * S. FRANCISCO DE ASÍS. UTOPÍA Y REALISMO por Javier Garrido, o.f.m. En el principio de una espiritualidad siempre aparece un hombre carismático. En el caso de la franciscana, Francisco de Asís tiende a desbaratar toda pretensión de sistematizarla en forma de cosmovisión o de reflexión específica. ¿Por qué? Se lo preguntaba ya uno de sus compañeros, Maseo: «¿Por qué a ti, por qué todo el mundo va detrás de ti?». ¿No es acaso el secreto irreductible de Francisco dentro de la historia de la santidad cristiana? La espiritualidad evangélica que él puso en marcha y sigue inspirando hoy a tantos creyentes consiste, por encima de todo, en el carisma personalísimo de ser él mismo, Francisco, esa síntesis señera de radical identidad humana y fiel reflejo de Jesús. Es como si, por primera vez, al contacto con uno de nosotros, se nos despertase la nostalgia íntima del evangelio, más concretamente, de aquella vida e historia insobrepasables, las de Jesús. ¡Nos cuesta tanto creer que nuestra vocación de discípulos sólo podrá ser cumplida cuando Cristo sea todo en cada uno de nosotros! La experiencia de Francisco Podemos acercarnos a ella a través de dos cauces: las biografías primitivas y sus escritos. Estos últimos tienen, sin duda, prioridad. La primera sensación, inmediata y feliz: escritos y experiencia, palabra y existencia, se funden. Y basta una actitud de atenta receptividad para sentirnos remozados por dentro. Ninguno tiene la pretensión de ser un sistema doctrinal. Y no sólo porque casi todos son escritos de ocasión, sino porque Francisco no era un intelectual, sino un profeta. Y se le nota: clarividencia en los núcleos, pedagogía espiritual que va directamente al corazón del creyente, coherencia entre expresión y convicción. Tiene algo de intransferible, cuando la unidad de conciencia posibilita en el hombre aquella creatividad que se percibe brotar de lo hondo muy hondo. Pero lo curioso es que dicha unidad de conciencia no tiene en él los rasgos de la genialidad. En cada párrafo aparece atraída «desde arriba». Tropezamos siempre con esta paradoja: nunca tan vivo y palpitante como en sus escritos, y nunca más inaprensible. ¿No es verdad que el misterio de un santo permanece velado? La unicidad insobornable de Francisco, como la de cada uno de nosotros, tiene su hogar en la Palabra. Francisco nos lo recuerda; es uno de los rasgos característicos de su espiritualidad. El primado del evangelio La Palabra selló su existencia, y esto de un modo determinante y preciso: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio. Y yo la hice escribir en pocas palabras y sencillamente» (Test 14). El Espíritu volvía a suscitar en su Iglesia el seguimiento de Jesús en pobreza y humildad. Francisco quería cumplir simplemente la vida y doctrina del Señor. No fue original en el propósito, sino en llevarlo a cabo. A diferencia de otros intentos similares de la época, su fe no opuso evangelio a Iglesia. Las Reglas de sus hermanos y discípulos testimonian dicha cohesión profunda. Pero la fuerza de su carisma fue la radicalidad con que hubo de mantener el primado del evangelio sobre cualquier otra instancia. En este sentido, la espiritualidad franciscana representa la tensión propia del entretiempo del Reino. Puede llamarse carisma e institución, evangelio y ley, gratuidad y eficacia; en cualquier caso Francisco es el signo nítido de una opción preferencial y definida por la obediencia directa y literal al evangelio. Probablemente, en este evangelismo reside su fuerza de atracción, y también sus peligros. Y por ello, sin duda, Francisco suele ser un punto de referencia esencial en épocas, como la actual, en que la crisis de identidad cristiana necesita redescubrir su frescura original. .

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