viernes, 16 de diciembre de 2016

DÍA 17 DE DICIEMBRE: FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO, SAN JOSÉ MANYANET Y VIVES, etc.


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FERIA PRIVILEGIADA DE ADVIENTO. Hoy comienzan las ferias privilegiadas de Adviento, que tienen la finalidad de prepararnos más intensa y directamente a la Navidad. La liturgia de estos días proclama los textos que van disponiendo más y mejor al cristiano para acoger al Hijo de Dios hecho hombre. En particular, las Vísperas tienen un singular poder sugestivo merced a las antífonas mayores, llamadas también de la «O», que junto al Magníficat de cada día pasan revista a los diversos títulos de Cristo, referentes a su naturaleza divina y humana o a su misión salvífica, y que terminan todas instándole a que venga a poner remedio a nuestra indigencia: Oh Sabiduría que brota de los labios del Altísimo, Pastor de la casa de Israel, Renuevo del tronco de Jesé, Llave de David y Cetro de la casa de Israel, Sol que naces de lo alto, Rey de las naciones, y Emmanuel, rey y legislador nuestro.- Oración: Dios, creador y restaurador del hombre, que has querido que tu Hijo, Palabra eterna, se encarnase en el seno de María, siempre Virgen, escucha nuestras súplicas, y que Cristo, tu Unigénito, hecho hombre por nosotros, se digne hacernos partícipes de su condición divina. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
SAN JOSÉ MANYANET Y VIVES. Nació el año 1833 en Tremp (Lleida, España), de familia numerosa y cristiana. Tuvo que trabajar para costearse los estudios, hasta que recibió la ordenación sacerdotal en Urgel el año 1859. Tras doce años de intenso trabajo en la diócesis, se sintió llamado a la vida religiosa y a fundar dos congregaciones: los Hijos de la Sagrada Familia y las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret, con la misión de contemplar, imitar, honrar y propagar el culto a la Sagrada Familia, y procurar la formación cristiana de las familias, principalmente por medio de la educación católica de la niñez y juventud y el ministerio sacerdotal. Desde la misma espiritualidad promovió la erección en Barcelona del templo expiatorio de la Sagrada Familia, obra de Gaudí. Fue un gran apóstol, de palabra y por escrito, de la devoción a la Sagrada Familia. Murió en Barcelona el 17 de diciembre de 1901. Lo canonizó Juan Pablo II el año 2004.
BEATA MATILDE DEL SAGRADO CORAZÓN TÉLLEZ ROBLES. Nació en Robledillo de la Vera (Cáceres, España) el año 1841, hija de un notario, que pronto se estableció en Béjar (Salamanca). Su padre quería llevarla a la vida social y al matrimonio, pero ella se sentía llamada a consagrarse a Dios. Trabajó en las Hijas de María y en las Conferencias de San Vicente de Paúl, conjugando siempre contemplación y acción. En 1875 empezó, con una sola compañera, la nueva experiencia. Daban clases a niñas pobres, atendían enfermos a domicilio y acogían a niñas huérfanas. El grupo fue creciendo y, en 1879, se trasladó a Don Benito. La nueva Congregación de las Hijas de María Madre de la Iglesia fue erigida canónicamente en 1884. A partir de 1889 la obra se extendió por España, Portugal y América Latina. La Madre Matilde, viendo en su prójimo la imagen del mismo Cristo, prestó con premura ayuda a los necesitados, primero material y luego también espiritual. Puntos fundamentales de su espiritualidad fueron la Eucaristía y María de Nazaret. Murió en Don Benito (Badajoz) el 17 de diciembre de 1902. Fue beatificada el año 2004.
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Santa Begga. Era hija de Pipino de Landen y de la beata Ida. Contrajo matrimonio con Ansegisilo, y fue madre de Pipino de Heristal, el fundador de la dinastía carolingia en Francia. Después de quedar viuda fundó en Andenne (Bélgica), el año 691, el monasterio de la Bienaventurada Virgen María, bajo la regla de los santos Columbano y Benito, con las monjas que le envió su hermana santa Gertrudis desde el monasterio de Nivelles. Fue abadesa del monasterio de Andenne, en el que murió el año 693. Las beguinas de Flandes la tomaron como patrona pensando que su nombre procedía de santa Begga.
San Cristóbal de Collesano. Nació en Collesano (Sicilia). Contrajo matrimonio y tuvo familia. Abrazó la vida ascética y después la eremítica, a la que se unieron sus hijos, mientras la esposa hacía otro tanto en la línea femenina. Más tarde pasó con su familia y otros ciudadanos de Collesano al sur de la península italiana y se estableció en el monte Mercurio, donde construyó una iglesia con un monasterio adjunto, que fue centro de vida cenobítica. Su vida se sitúa en el siglo X.
San Esturmio de Fulda. Nació en Baviera (Alemania) a comienzos del siglo VIII. Encomendado desde niño a san Bonifacio, fue discípulo suyo predilecto. Se ordenó de sacerdote y estuvo varios años evangelizando a los sajones. El año 774, por indicación de san Bonifacio, fundó el monasterio de Fulda, del que fue primer abad. Marchó a Montecasino para estudiar la vida benedictina y luego introducirla en su monasterio. Tuvo que superar muchas dificultades en su ministerio abacial. Murió el año 779.
San Juan de Mata. Nació el año 1160 en Faucon, región de Provenza, que estonces estaba integrada en la Corona de Aragón y ahora en Francia. Estudió teología en París y se dedicó a la enseñanza. Se ordenó de sacerdote en 1193 y en su primera misa se sintió llamado por Cristo a fundar la Orden de la Santísima Trinidad para la redención de cautivos, que fue aprobada por Inocencio III el año 1198. Antes se retiró al desierto de Cerfroid para madurar el proyecto, y con los ermitaños de la región dio comienzo a la experiencia. San Juan marchó en 1199 a Marruecos y a Túnez para liberar a los cristianos de las manos de los musulmanes. Murió en Roma el año 1213.
San Judicael. Fue rey de una parte de Bretaña y promovió con todos los medios a su alcance la paz entre bretones y francos. Lo sustituyó en el gobierno su hermano Salomán y él se retiró a un monasterio, en el que llevó vida de gran austeridad y penitencia. Muerto su hermano, su familia lo forzó a que volviera a ocupar el trono. Así lo hizo e incluso contrajo matrimonio con una virtuosa dama. Se ocupó mucho de los pobres y necesitados, edificó iglesias y monasterios, mientras él vivía con gran austeridad y sencillez. Hacia el final de su vida, depuso la corona y se retiró al monasterio de Saint-Méen (Bretaña), donde murió el año 658.
Santos Mártires de Eleuterópolis. Se trata de cincuenta soldados que, el año 638, en tiempo del emperador Heraclio, en Eleuterópolis de Palestina, fueron asesinados a causa de su fe en Cristo por los musulmanes que estaban asediando Gaza.
San Modesto de Jerusalén. Era hegúmeno o superior del monasterio de San Teodoro, junto a Jerusalén, cuando los persas el año 614 invadieron Palestina destruyendo los lugares santos y masacrando a los cristianos. El emperador bizantino Heraclio impuso al rey de los persas, Cosroes II, que diera la libertad a los cristianos. Entonces san Modesto restauró los Santos Lugares, en particular el Santo Sepulcro, reconstruyó monasterios, que pronto se llenaron de monjes, restableció el culto en muchas iglesias, renovó la fe y la vitalidad de las comunidades cristianas. Heraclio reconquistó Palestina, hizo devolver la reliquia de la Santa Cruz a Jerusalén, y Modesto fue elegido Patriarca. Murió poco después, hacia el año 630.
Santa Wivina. Fundadora y primera abadesa del monasterio benedictino de Santa María, de Grand-Bigard, cerca de Bruselas (Bélica). Murió el año 1170.
Beato Jacinto Cormier. Nació en Orleans (Francia) el año 1832. En su adolescencia emprendió la carrera eclesiástica y recibió la ordenación sacerdotal en 1856. Acto seguido ingresó en el noviciado la Orden de los Predicadores fundado por R. Lacordaire. Hecha la profesión solemne en 1859, ocupo muchos cargos de responsabilidad hasta que, en 1904, lo eligieron Maestro General de la Orden. Fue un hombre providencial para la restauración material y espiritual de la Familia dominicana. Tenía una gran cultura y sobresalió en la caridad, bondad y profunda vida interior. Promovió los estudios de teología y de espiritualidad, y fundó el Angélicum de Roma, ciudad en la que murió el año 1916.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN
Pensamiento bíblico:
En la Visitación, Isabel, llena del Espíritu Santo, dijo a María: -¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá! (Lc 1,41-45).
Pensamiento franciscano:
Tres años antes de su muerte y unos quince días antes de la Navidad, Francisco llamó a su amigo Juan y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84).
Orar con la Iglesia:
Oremos a Dios Padre, que trazó desde antiguo un plan de salvación para su pueblo.
-Oh Dios, que prometiste a tu pueblo un vástago que haría justicia, vela por la santidad de tu Iglesia.
-Inclina, oh Dios, el corazón de los hombres a tu palabra y afianza la santidad de tus fieles.
-Por tu Espíritu consérvanos en el amor, para que podamos recibir la misericordia de tu Hijo que se acerca.
-Haz que nos mantengamos firmes en la oración y las buenas obras, hasta el día de la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.
Oración: Escucha nuestras súplicas, Señor, e ilumina nuestro espíritu con la gracia de la venida de tu Hijo. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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S. S. Benedicto XVI
ORIGEN HISTÓRICO DE LA FIESTA DE NAVIDAD
(Catequesis en la audiencia general
del miércoles 23 de diciembre de 2009)
Queridos hermanos y hermanas:
Con la Novena de Navidad, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación al Nacimiento del Salvador, ya inminente. El deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta de la Navidad nos dé, en medio de la actividad frenética de nuestros días, una serena y profunda alegría para que nos haga tocar con la mano la bondad de nuestro Dios y nos infunda nuevo valor.
Para comprender mejor el significado de la Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en su resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por lo tanto, ser cristianos significa vivir de modo pascual, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo, que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cf. Rm 6,4).
El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra.
En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del "Sol invictus", el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, el particular e intenso clima espiritual que rodea la Navidad se desarrolló en la Edad Media, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, en la Vida segunda narra que san Francisco, «con preferencia de las demás solemnidades, celebraba con inefable alegría la del Nacimiento del Niño Jesús; la llamaba fiesta de las fiestas, en la que Dios, hecho niño pequeñuelo, se crió a los pechos de madre humana» (2 Cel 199). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación se originó la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Probablemente, para ella san Francisco se inspiró durante su peregrinación a Tierra Santa y en el pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.
En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, dando una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén. La noche de Greccio devolvió a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad y educó al pueblo de Dios a captar su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular enfoque de la Navidad ofreció a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y de amar.
Celano narra que, en aquella noche de Navidad, le fue concedida a san Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio que en el pesebre yacía inmóvil un niño pequeño, que se despertó del sueño precisamente por la cercanía de san Francisco. Y añade: «Esta visión coincidía con los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos que le habían olvidado, y quedó profundamente grabado en su memoria amorosa» (1 Cel 86). Este cuadro describe con gran precisión todo lo que la fe viva y el amor de san Francisco a la humanidad de Cristo han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios ha llegado a ser verdaderamente el "Emmanuel", el Dios-con-nosotros, del que no nos separa ninguna barrera ni lejanía. En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tú y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.
En ese Niño se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por decir así, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido libremente por el hombre; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el afán de poseer del hombre. En Jesús, Dios asumió esta condición pobre y conmovedora para vencer con el amor y llevarnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es precisamente el de "Hijo", Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, aunque corresponda de manera única a su divinidad, que es la divinidad del "Hijo".
Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de Jesús: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón la sencillez que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo san Francisco en Greccio. Así pues, también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cf. Lc 2,20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: «Todos retornaron a su casa colmados de alegría» (1 Cel 86).
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EL MISTERIO DE NUESTRA RECONCILIACIÓN
De las cartas de san León Magno, papa (Carta 31)
De nada sirve reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe que en el Evangelio se le atribuye.
Pues dice Mateo: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán; y a continuación viene el orden de su origen humano hasta llegar a José, con quien se hallaba desposada la madre del Señor.
Lucas, por su parte, retrocede por los grados de ascendencia y se remonta hasta el mismo origen del linaje humano, con el fin de poner de relieve que el primer Adán y el último Adán son de la misma naturaleza.
Para enseñar y justificar a los hombres, la omnipotencia del Hijo de Dios podía haber aparecido, por supuesto, del mismo modo que había aparecido ante los patriarcas y los profetas, es decir, bajo apariencia humana: por ejemplo, cuando trabó con ellos un combate o mantuvo una conversación, cuando no rehuyó la hospitalidad que se le ofrecía y comió los alimentos que le presentaban.
Pero aquellas imágenes eran indicios de este hombre; y las significaciones místicas de estos indicios anunciaban que él había de pertenecer en realidad a la estirpe de los padres que le antecedieron.
Y, en consecuencia, ninguna de aquellas figuras era el cumplimiento del misterio de nuestra reconciliación, dispuesto desde la eternidad, porque el Espíritu Santo aún no había descendido a la Virgen ni la virtud del Altísimo la había cubierto con su sombra, para que la Palabra hubiera podido ya hacerse carne dentro de las virginales entrañas, de modo que la Sabiduría se construyera su propia casa; el Creador de los tiempos no había nacido aún en el tiempo, haciendo que la forma de Dios y la de siervo se encontraran en una sola persona; y aquel que había creado todas las cosas no había sido engendrado todavía en medio de ellas.
Pues de no haber sido porque el hombre nuevo, encarnado en una carne pecadora como la nuestra, aceptó nuestra antigua condición y, consustancial como era con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su madre, y, siendo como era el único que se hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturaleza, la humanidad hubiera seguido para siempre bajo la cautividad del demonio. Y no hubiésemos podido beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria se hubiera logrado al margen de nuestra naturaleza.
Por esta admirable participación ha brillado para nosotros el misterio de la regeneración, de tal manera que, gracias al mismo Espíritu por cuya virtud Cristo fue concebido y nació, hemos nacido de nuevo de un origen espiritual.
Por lo cual, el evangelista dice de los creyentes: Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
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SER "MADRES" DE JESUCRISTO (II)
por Gérard Guitton, OFM
Una mirada al Evangelio
Las frases breves corren la misma suerte en todas partes. Algunas se emplean con frecuencia; otras se citan sólo en raras ocasiones; incluso, a veces, caen en el olvido. Me parece que algo de esto es lo que ha ocurrido con los pasajes en los que Jesús nos habla de ser su propia madre. Son, sin embargo, pasajes muy significativos. Dos series de textos nos hablan de este tema.
Una primera perícopa se encuentra en los tres evangelios sinópticos: Mateo 12,46-50; Marcos 3,31-35; Lucas 8,19-21. Citamos el pasaje de Marcos; es bastante parecido en Mateo, algo diferente en Lucas:
«Fue (Jesús) a casa y se juntó de nuevo tanta gente que no lo dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a echarle mano, porque decían que no estaba en sus cabales... Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. Tenía gente sentada alrededor, y le dijeron: "Oye, tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera". Él les contestó: "¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?" Y paseando la mirada por los que estaban sentados en el corro, dijo: "Aquí tenéis a mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"» (Mc 3,20-21 y 31-35).
Raras veces he leído o escuchado comentarios sobre este pasaje que, al parecer, ha molestado durante mucho tiempo a los comentaristas y predicadores. ¿Había que hablar de él cuando se predicaba sobre la Virgen María? ¿No contiene palabras descorteses sobre la madre de Jesús? En efecto, al citar este texto de Marcos (con los versículos 20-21, que no aparecen en los otros evangelios), se da a entender que María debía formar parte de la parentela que dice que Jesús no está «en sus cabales»; lo cual es bastante inquietante para cierta mariología clásica.
Hace algunas décadas se habló incluso de «mariología restrictiva» a propósito de este pasaje, pues no era bastante respetuoso con María y la frase de Jesús desviaba la atención de los discípulos de la persona de su madre para centrarlos más en sí mismos. Normalmente la Virgen María debía atraer a sí todas las miradas del cristiano. Por ello, cuando se quería exaltar a la Virgen María, se procuraba no citar este pasaje. Lo mismo ocurría con la respuesta más bien seca de Jesús a María en las bodas de Caná: «¿Quién te mete a ti en esto, mujer?» (Jn 2,4).
Afortunadamente, el Concilio Vaticano II ha tratado todas estas tendencias como se merecían, y la constitución sobre la Iglesia, la Lumen Gentium, en su capítulo final sobre «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia», cita todos estos textos aparentemente algo «antimariológicos» (LG 58).
La segunda perícopa es más conocida y aparece con mayor frecuencia en la liturgia y en los comentarios; es el famoso loguion de «La verdadera dicha»:
«Estando él diciendo estas cosas, alzó la voz una mujer del pueblo, y dijo: "¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!" Pero él dijo: "Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan"» (Lc 11,27-28).
El aserto lanzado a Jesús apunta en ambas citas a su madre (en la primera, también a sus hermanos y hermanas); la segunda perícopa está escrita con un estilo colorista típicamente judío. Y en ambas ocasiones llama Jesús la atención sobre algo diferente de su madre. Con todo, no la desvaloriza en absoluto; al contrario, muestra que cualquier discípulo puede adquirir las mismas cualidades de su madre, que es el modelo de toda unión con Cristo. Me habláis de mi madre, dice en resumidas cuentas Jesús, pero cada uno de vosotros puede actuar como ella, es decir, cumplir la voluntad de Dios; si hacéis esto, estaréis vinculados a mí como un hermano, como una hermana, como mi madre incluso, que cumplió siempre la voluntad de Dios.
San Marcos y san Mateo insisten en hacer, en cumplir la voluntad de Dios, siguiendo la idea básica del discurso de la montaña: hacer, cumplir la voluntad del Padre para entrar en el reino de los cielos (Mt 7, 21). San Lucas prefiere insistir en la escucha de la Palabra de Dios y en guardarla en el corazón. Es la actitud habitual de todos los discípulos lucanos, empezando por María: en la Anunciación, María escucha la Palabra de Dios y la guarda en su seno para que fructifique y tome cuerpo convirtiéndose en el cuerpo de Jesús, que ella dará al mundo en la noche de Navidad. Durante el período de la infancia, María permanece igualmente a la escucha de todo cuanto sucede a su hijo, conserva en su corazón todos estos «rèmata», vocablo griego que significa, a la vez, «palabras» y «acontecimientos» (Lc 2,19.51; cf. Adm 28,3). En otro lugar, es otra María, la hermana de Marta, quien elige únicamente escuchar la palabra de Jesús y quien, por ello, «ha elegido la mejor parte» (Lc 10,38-40). San Pablo dirá más tarde, en ese mismo sentido, que la fe nace de la audición (Rm 10,17).
Es bien comprensible, pues, que en el pasaje de «La verdadera dicha» subraye san Lucas la importancia de la escucha de la Palabra para luego guardarla celosamente. ¿Dichosa mi madre?, pregunta Jesús. Ciertamente, pero porque ha escuchado plenamente la Palabra de Dios y la ha guardado en su corazón. Pues bien, cualquier discípulo puede ser tan dichoso como ella si sabe escuchar y conservar la Palabra, Palabra que hará nacer en él la fe y el amor que María tuvo como nadie. Y «guardar, conservar la Palabra» no es, de ningún modo, una actitud pasiva o a la espera de los acontecimientos, sino la tarea de la mujer encinta que lleva en su seno una semilla que no cesa de crecer, de tomar cuerpo y, por último, de nacer para ser abiertamente revelada al mundo.
Tal debe ser la actitud profunda de todo discípulo de Cristo.
[En Selecciones de Franciscanismo, n. 39 (1984) 493-495].

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